Talavera. La herencia envenenada

I

Mi parentesco con Sonia Bravo se remontaba a varias generaciones atrás. No se podía decir que tuviéramos una relación bien estrecha, sino hasta hace poco tiempo. Por cariño, más que por el parentesco cercano, la llamaba prima.

Mi prima Sonia era una célebre cantante de ópera que había pululado de teatro en teatro por España durante años. Y aunque su talento no me había sido compartido en la genética que nos unía, admiraba su voz por encima de todas las cosas. Incluso antes de tener confianza con ella, ya escuchaba sus arias en casa.

Además de ser una mujer por la que cualquiera agradecería la vista, era de mentalidad abierta y con la cabeza bien amueblada, como se decía comúnmente. Para mí resultaba muy fácil hablar con ella de cualquier cosa. Nos hicimos inseparables muy pronto, y disfrutábamos mucho de salir a quemar Madrid por garitos de mala muerte al terminar sus actuaciones.

Todo esto acabó cuando mi familia me requirió para hacer las veces de abogado. Estudié desde bien joven, de manera dura y obstinada. Derecho no era una carrera que hubiera elegido con gusto y deleite, yo era más de artes. Por eso mi prima había sido un escape a ese mundo de togas y papeles, de polvo en las mesas y de mecanógrafas a un ritmo ensordecedor.

No fue hasta que vi necesario a volver a ese mundo, que comprendí una verdad inherente en mí. Al igual que había sido obligado a ser abogado siendo más atraído por las artes, descubrí estando junto a mi prima Sonia y metido de lleno en el mundo de la noche, de garitos, de alcohol, de disfraces y de amantes de usar y tirar, que yo era homosexual.

La última cena antes de volver a mi aburrido despacho, Sonia estaba exultante. Esa noche su melena rubia y corta adornaba su cara como solo un halo celestial lo haría. Al igual que otras noches, vestía escotada y de falda limitada. Tal y como ella me había dicho muchas veces: el tiempo es muy corto como para andar con bragas de cuello alto. Siempre me reía de sus expresiones, pues no importaba quien las oyera o a quien ofendiera, ella siempre asumía que no era cosa del que lo decía, si no del que lo escuchaba.

Me di cuenta de que a pesar de la alegría que ella rebosaba, yo no me sentía en el mismo modo. Mi vuelta a casa era como un latigazo de realidad a los meses que había vivido con mi prima, de las calles de Madrid abarrotadas de gente, de la libertad que se respiraba en la capital a pesar del franquismo, de los mil y un sitios que existían para ver, tocar y oler. Un mundo lleno de sensaciones del que ahora me sentía privado.

— Cambia esa cara Daniel —me dijo ella—, vas a espantar a todos.

— Lo siento prima, me es inevitable.

— No padezcas, volverás y lo harás a lo grande —dijo, guiñándome un ojo.

— Es que me lo he pasado tan bien aquí —mi pena era irremediable. Renunciar a toda esa vida iba a costarme mucho whisky.

— Esta es tu última noche aquí y por mis muertos que voy a hacer que sea la más especial —acto seguido levantó su copa y me la acercó.

Casi sin prestar atención al resto de los comensales que se giraron al escucharla hablar, alcé mi vaso y brindé con ella.

Al acabar la cena fuimos hasta el local más de moda. En pleno centro de Madrid y rodeado de polígonos, aquel era el lugar de reunión de lo más depravado. Punkis, rockeros, hippies y niños de papá y mamá... Todo un circo de pasiones, alcohol y música a todo meter.

— No te pongas triste —me dijo mi prima—. En unos años volverás y lo harás para quedarte.

— Eso espero —dije algo escéptico por sus palabras.

— Mira allí —me dijo sin señalar, por lo cual se me hizo más difícil saber hacia dónde apuntaba.

Un par de chicos descamisados me miraban con interés. A pesar de haberle confesado a mi prima que me atraían los hombres, aún no había probado nada con ninguno por timidez.

— ¿Acaso me miran a mí?

— Supongo que a mí no.

Desvié la mirada, avergonzado.

— Daniel, sal de tu cascarón y tírate a la piscina o a uno de esos ­—rezongué ante sus palabras—. Despídete por lo alto.

Y aunque la perspectiva no me parecía del todo bien, tenía que admitir que de los hombres que se le habían acercado a tirarle la caña, todos habían huido al verme a mí, tal vez pensando en que éramos novios.

Sonia era demasiado educada como para decirle que le estaba jodiendo la previsión de follar esa noche. Así que, no muy decidido, me separé de ella en dirección hasta aquellos chicos que me llamaban con la mirada.

Antes de llegar hasta ellos, me giré para mirar una última vez a mi prima. Ya no se encontraba sola, ahora un hombre alto y al parecer adinerado, la cogía de la cintura atrayéndola a él. Que suerte tiene, pensé.

De camino a la estación de tren, mi prima me acompañó hasta mi andén. Lo hacía oculta por una antiestética gorra de Caja Rural y protegida por un largo abrigo en color camel.

— Se llama Alejandro Talavera y es uno de los hombres más ricos del país.

Sonia me iba contando de la identidad del semental con el que había estado la noche anterior. Me sorprendía la cantidad que había pasado por su cama, su cuerpo y su boca. Tanto políticos, como empresarios, como gente del espectáculo... Todo valía en el mundo de mi prima.

— Cuidado prima, no te vayas a inmiscuir en relaciones de tres —le dije, adivinando que tal vez aquel era un hombre casado.

— Si lo fuera no me importaría, pero no lo es. Está recientemente divorciado.

— Pues entonces disfrútalo.

Nos despedimos a través de la fría ventana agitando las manos. Ella echaría de menos a un compañero de batallas, y yo lo echaría de menos todo.




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