Salí temprano de casa, las calles seguían desiertas, pero el Sol me velaba y acompañaba desde lo alto. Pedaleé con lentitud, aún tenía mucho tiempo antes de ir a clases, mientras lo hacía trataba de pensar en qué preguntas hacerle a las propietarias ya que no escribí nada previo.
Frené justo en frente de la tienda, el aviso indicaba que estaba abierto. Pasé a través del umbral marrón, dentro, todas las flores yacían marchitas, estaban muertas por falta de cuidados y el olor que en conjunto expedían era molesto. Llegué hasta el recibidor y llamé reiteradas veces al no toparme con nadie allí. En paciencia permanecí un par de minutos, dando golpecitos a la gruesa madera y bostezando de vez en cuando. En el preciso momento en el que me di la vuelta para marcharme, ya no me encontraba en la floristería, estaba en un lugar que antes había frecuentado, el sitio donde conseguí los anteojos, aquella casa de aspecto demacrado y triste.
Me quedé parado en el mismo lugar mirando mis zapatos, pero se trataba de que estaba absorto, ya desconocía que era real para mí. Hace un momento realmente pensaba que estaba saliendo de casa, todo lo que sentía parecía real y desde el inicio fue un sueño. De nuevo comencé el recorrido por el espacio ajeno, esta vez llegué hasta la cocina que era pequeña y cuyas paredes estaban manchadas de amarillo; sobre la mesa estaban algunos cuchillos untados con sangre y plumas.
Un chirrido llamó mi atención, la puerta que daba al patio trasero estaba entreabierta y la brisa la había expandido más. Salí al patio y me asombré al observar que estaba revestido con un hermoso jardín, la hiedra se extendía a lo largo y ancho de la cerca, las rosas estaban mezcladas entre tulipanes y los arbustos estaban perfectamente podados, me hizo recordar a la floristería. Al menos no todo era feo y oscuro en la casa, pues su dueño tenía buena mano y gusto para el jardín que prefería exponer para sí mismo, antes que hacerlo para otros al colocarlo en la parte frontal del hogar.
Se trataba de un niño no mayor de diez años, sus ojos eran grandes, su piel lucía pálida y daba la impresión de que su textura era suave. Sus pequeñas manos estaban llenas de sangre y su camisa blanca no se había salvado de una gran mancha. Omití su pregunta debido a mi preocupada reacción. Le pregunté si estaba herido, él solo negó con la cabeza y el entrecejo arrugado como confuso.
No dije nada inmediatamente, no sabía qué decir para calmarlo, pero sabía que un abrazo podría ayudar, así que me acerqué y lo abracé, sus manos rodearon mi cintura y ocultó su rostro en mi barriga. El llanto ahora sonaba ahogado y le di pequeñas palmadas en la espalda para tranquilizarlo. Cuando por fin se hubo aplacado, me agaché y ahora él parecía más grande, alcé el rostro para que me viera. Hacer aquello tranquilizaba a cualquier niño, pues demostrabas en ese acto lo inofensivo y confiable que eras.
Llevé al chico hasta la cocina, abrí el grifo del fregador y lavé las manos del pequeño quien aún parecía algo consternado. Le dije que fuera a su cuarto y se cambiara de franela mientras yo esperaba en la cocina. Tomé los cuchillos de la mesa y los lavé, luego revisé una de las cacerolas y allí estaban algunos restos cocinados del pollo. Negué ante la injusticia de que un niño a su edad estuviera solo y peor aún, que tuviera que enfrentarse a aquellas labores de esas circunstancias.