Encogido en un rincón, temeroso, temblando y pálido estaba Robert una mañana en la que no escuché su voz en mis sueños, el fuerte y seguro tono que me halaba de mis pesadillas. Lo vi y su cordura yacía en el suelo, clamando por volver a la mente que parecía serena, desesperada por la angustia que observaba de quien era su poseedor. Me fui acercando despacio, diciendo su nombre y tratando de encontrar su mirada perdida entre los muros azules. No paraba de repetir dos frases “Él está allí”, “Me mira”. Era la primera vez que lo veía tan afectado por su enfermedad, pero ¿cómo se había mantenido todo este tiempo?
Cuando estuve delante de él toqué su frente al ver que estaba muy sudado, y en efecto, tenía fiebre, verlo en ese terrible trance me recordó a mí en el pasado, supuse que de una manera similar me encontraban mis padres presa de mi propia cabeza. Salí muy preocupado en busca de ayuda. Lo asistieron y lo llevaron a la enfermería. Era una parte en la que no se permitía la entrada de los pacientes, el paso a esa zona era restringida para nosotros. No le pude ver sino hasta después de las cinco de la tarde cuando por petición suya fueron a buscarme dos enfermeras.
Aquella parte de la estructura estaba condicionada clínicamente y ocupaba la tercera parte del castillo. Los latidos de su corazón estaba siendo registrados por una máquina, su piel seguía pálida como el pergamino y dormía tranquilamente respirando a través de un conducto. No imaginaba que su trance pudiera ser devastador. Previamente había obtenido una explicación de las enfermeras. Se trataba de un ataque de paranoia, uno bastante fuerte, sin embargo, había muchos síntomas que no eran usuales, por lo que estaban muy desconcertadas. Me senté a un lado de la cama mirando por la ventana que daba al extenso bosque, viendo a las aves descansar sobre las ramas y a las nubes extenderse como el rio. ¿Por qué nacían algunas mentes dañadas? Ahora que creía en lo determinado, lo atribuía a una especie de bloqueo, a muros que te empujaban a escoger opciones que no podían ser evaluadas, porque cualquiera que eligieras, siempre te daría el mismo resultado aunque el proceso fuese distinto del otro.
Permitieron que me quedara ahí hasta que despertara, sin dudas el director me estaba dando privilegios o solo evitaba escucharme de nuevo.
La noche cayó y con ella el silencio se había intensificado. Dediqué el tiempo a solas para reorganizar la información que recopilaba en cada sueño, pero más me esforzaba en tratar de descubrir el enigma de “los viajes a los sueños del pasado”, y aunque creé varias hipótesis, no era sencillo elegir cuál de ellas era la correcta, porque no tendría chance de un segundo intento.
Sediento, fui hasta la sala de enfermeras, que era donde se encontraba la mayoría de ellas viendo algún programa de televisión o leyendo el periódico. Y fue así exactamente cuando llegué. Entré de manera tímida, me acerqué al filtro de agua y deposité el líquido en un vaso desechable. Una de ellas, la que amablemente me había llevado de comer temprano, me ofreció un poco de café, ofrecimiento que gustosamente acepté. En las noticias hablaban sobre la última desaparición, mostrando en una esquina el rostro de la chica con su nombre, Y como era de suponerse, pelirroja. La enfermera Ana, cuyo nombre estaba cocido a uno de los lados superiores de su uniforme, trajo animosamente la taza de café. Bastó con olerlo para mirar el nauseabundo contenido que miré con extrañeza. Era sangre coagulada, sentí la bilis en mi boca, y sobre el suelo desparramé el vómito que se precipitó súbitamente. Alcé mi rostro en espera de una explicación, y al ver lo demacrado del sitio no necesitaba una respuesta.
Me encontraba en una funeraria, lúgubre en todos sus aspectos. Al fondo, un ataúd rodeado de velas y una que otra rosa sobre la madera. Las sillas estaba solas, nadie había asistido. Tenía miedo de acercarme y ver quién era el difunto, pero algunos juegos de John tenían un significado para mí, así que sin más que pensar fui poco a poco encaminándome al fallecido protagonista. Una vez frente a la urna, abrí mis ojos, pues los había cerrado al contacto con el cajón. Era una persona que conocía perfectamente, y yacía bajo el pedestal con los ojos cerrados. Sonreí un poco ante la pesada jugada, luego todo se desvaneció y él apareció.