Capítulo XXV

Volví a los sueños de Ariel tiempo después, sabiendo el requerimiento pero no la manera, de modo que ocurrió espontáneamente. Tenía la misma edad, diez años, la edad en la que me habían diagnosticado esquizofrenia, no sabía si era coincidencia o no, porque John también estaba por cumplir diez cuando fui a su sueño del pasado, aunque después viajé a un recuerdo, que fue donde apareció su tío Jack. Me sentía confundido con esta relación.

Estaba en un lugar que ya antes había frecuentado, el lago. Ella arrojaba piedras, no sin antes susurrarles algo, y recordé su ritual. Me abrazó a penas me vio, dijo que su príncipe había llegado, y me ruboricé ante eso. Sugirió meternos hasta los tobillos en las aguas, así que enrosqué mis pantalones y caminé junto a ella. En vano intentó atrapar con una pequeña red algunos peses diminutos que daban vueltas alrededor de nuestros pies y nos hacían cosquillas. Aunque trataba de sonreír, sentía su tristeza y le pregunté el porqué de su expresión. Después de explicarme que se debía a sus padres, le pedí que me recitara su poesía favorita para que no se entristeciera el único lugar en el que podía volar de felicidad – literalmente –.

Morador de los cielos

El hombre concupiscente con frío en su corazón,

Ancla su alma al olvido.

La tierra le pide perdón, mereciendo ella plegarias,

Canta a las flores la mañana, tiñe los cielos de rosa, mi deseo de paz.

Ríe la rabia al perder, suspira la paciencia en su enojo.

El morador de los cielos a león manso parece,

Ojos grandes de tristeza, vergüenza le da su creación.

Los riscos le retan, el mar le atormenta.

El día se acerca, el techo desciende, las velas ya cesan,

Los falsos le temen, el yeso pierde fuerza.

Retumbante sonido se oye del cielo, plumas caen, inocencia se eleva.

Llegó el día, ya no estoy.

Dulce y empalagosa, ahora mi alma danza,

Se alzan las manos, llora el dichoso.

El rey de los cielos aplaude vigoroso,

Estirpe bendita y privilegiada olvida su nido;

Al fin ha vencido, gloria a la eternidad que llora tristeza.

Llora la tierra y hay muerte en su piel,

La vida ha caído, y ascendido también.

Amnesia suspiro, me obligo a no caer.

¿A quién ahora mis plegarias si me aflijo también?

Qué vuelva la vida al lugar del desdén,

No importa si vive, o muere también.

Guardó profundo silencio luego de su exposición, mirando al suelo desalentada y apretujando sus manos. No estaba aturdido por el contenido de la poesía, pero sí muy sorprendido de que manifestara a tan corta edad, tales disgustos eclesiásticos que de seguro lo hacía sin estar consciente del todo. En el futuro, se mostraba más dogmática a lo que la religión respectaba.

Casi todas las poesías que me gustaban eran muy explícitas para una niña de apenas diez años. Busqué en los recónditos estantes de mi memoria algún contenido que le subiera el ánimo, pero tanta lectura específica a temas de moral, opacaban los escasos versos de poesía infantil que por coincidencia leía cuando niño, porque a mis padres les tenía sin cuidado los libros que compraba, jamás revisaron mi pequeña biblioteca y agradecía hasta el Sol de ese día tal descuido o formaría parte del clan de idiotas de secundaria que solían leer libros netamente comerciales fuera de un tema complejo y sumidos en romances clichés. Como no encontré poesía alguna para recitarle, no me quedó más opción que improvisar.

Aguas mansas

Aguas mansas de hondas alegres.

El cielo te abraza y los astros se miran.

Añora el ave beber tus aguas, el pez se jacta de tu belleza.

Contemplo el misterio que te rodea,

Débil espejo de la verdad.

Borra de mí viejas penas, esparce el dolor en la inmensidad.

El cisne sus plumas en ti reboza,

Recae el disturbio, se barre la arena.

Se expande mi risa, planea la brisa.

Tranquila y letal; cierra los ojos y que te pinten las estrellas,

Te escucho llorar de felicidad, aunque el gemido entre corte tu voz.