– Escucha tus instintos –se repetía en mi cabeza. Bien, ahora lo estaba haciendo, por muy delicadas que fueran las señales, las captaría. En primer lugar, pensé en Evans si quería saber hacia dónde se dirigiría. Cerré los ojos para concentrarme mientras sentía sobre mí las miradas de los chicos. Una corriente enérgica se filtraba a través de la ventana, se mecía con la brisa que intrépida recorría el auto. Podía incluso, con los ojos cerrados, distinguir que el arroyo tenía un azul brillante que me guiaba a su punto de destilación. De igual forma, traía consigo un aroma muy particular, uno que estaba combinado con otro que ya antes mi olfato del sexto sentido había detectado. Pude concentrarme en la distinción de ambos, y al separarlos, aunque poseían el mismo color, aquellas particularidades tenía una formula casi exactamente iguales, pero que pude diferenciar, tanto la esencia de John como la de Evans. Sus esencias eran una, y de no ser porque mi don no era herramienta de la ciencia, me hubiera molestado en redactar detalladamente las diferencias entre sus energías etéreas.
Lo único visible entre la inmensa oscuridad era el polvo torrencial que se tamizaba entre los espacios de mis dedos, alcé el rostro para ver su procedencia y afortunadamente íbamos por buen camino, pero fue tísica la expansión de mi habilidad, porque de momento, el rastro se diluyó entre la nada hasta hacerse invisible, sin embargo, antes de que el lazo cediera, vi un cartel que difícilmente se alzaba entre la maleza, en él estaba inscrito en letras mayúsculas y de color marrón sobre un fondo marfil “HOTEL ZEUS”. Sin demora pronuncié nuestro destino para que a ese lugar se encaminara el Fiat mientras yo seguía esforzándome por reanudar la cuerda que infaliblemente me llevaría directo a Evans.
Fue inútil seguir reestableciendo el contacto, parecía que estaba ignorando la técnica que favorecía al uso correcto de mi don. Miré el bosque de pino sobre el que se había construido una carretera que rompía los lazos entre los hermanos, se mecían en reclamo de la intrusión, reprochaban unísonamente que eran la analogía del destino humano. Las llantas iban pisando sin importancia y nos alejaban de un pueblo azotado que mucho tardaría en sanar sus heridas mientras en consuelo las lamerían. Atrás quedaba el dolor acentuado, atrás quedaba el charco de lágrimas y atrás quedaba mi familia mancillada.
Cruzamos a la izquierda, hacia una ruta más estrecha y descuidada, mostrando en su asfalto la falta de mantenimiento y vejez, las grietas iban de lado a lado hasta tocar el centro, las raíces de las filas paralelas de árboles lo habían ocasionado. La vegetación que bordeaba la calle era distinta en esa zona; medianos árboles ornamentales que ahora estaban descuidados habían sido utilizados para marcar la diferencia y establecer alguna exclusividad guiando a las personas al lugar en el que reposarían sus cuerpos mientras la noche reinaba sobre el hemisferio.
El desplazar suave del auto me hipnotizaba mientras me decía que aunque todo parecía complejo, mucho se volvería fácil si tan solo el objetivo se hiciera efectivo. Rodamos sobre una curva y el nuevo horizonte lo protagonizaba un portón de extensas verjas negras. Nos detuvimos frente al obstáculo, la reja la aseguraba una cadena de gruesos eslabones llena de telarañas, lo que me decía que Evans no había ingresado con el auto, si de eso se tratase. Entonces pensamos en alguna posible entrada que en vano encontramos. No pudimos evitar pasar sobre el cercado de unos tres metros. Robert, quien era siempre al que menos parecía importarle las cosas, pasó habilidoso llenándose de polvo, Thom lo logró luego varias quejas y maldiciones y yo necesité ayuda en el descenso al otro lado. El mayor de nosotros portaba el arma con firmeza, como antes lo había hecho. No avanzamos sin antes arrojar la mirada de un lugar a otro.
El hotel de cinco pisos estaba abandonado, la pintura que alguna vez fue reluciente ya se doblaba y parecía que desesperada buscaba desprenderse al suelo. La hiedra abrazaba las paredes sin piedad, como si deseara derribar la estructura y las ventanas que habían sido dejadas estaban rotas. Frente a la edificación estaba una plaza modesta con una pequeña fuente de querubines que más bien por su abandono parecían íncubos, y un jardín estropeado donde los arbustos y flores ornamentales al tener riendas sueltas, crecieron de manera desproporcionada a lo que se suele ver en las plazas. Bajamos vacilantes los once peldaños que Robert no dejó de contar, y en ese preciso instante pensé sino era muy arriesgado que un paranoico estuviera a cargo del arma ¿Pero qué otra persona podía hacerlo? A Thom podía caérsele del miedo y a mí escapárseme un tiro.