Tantos locos -Cuentos cortos-

Una boda más... O menos

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       —Antonio, ¡ya déjate de tonterías!. No me importa si no te atrae, o no te parece suficiente la muchacha —le gritaba Carmen, tras haber perdido la calma—. Yo sé que a ti no te importa nada de lo que pase conmigo, siempre preferiste a tu padre, pero por eso mismo deberías llevar su empresa y no dejar que estos... "desvaríos" suyos nos lleven a la ruina con ella. Eres un Aguirre, ¡compórtate!

        Y por "desvaríos" su madre se refería a las apuestas y duelos en los que su padre se vio envuelto. Ella jamás había aprobado esto, como casi ninguna de sus acciones, así que Antonio lo empeoró al seguir su "mal ejemplo" ejerciéndolos. Aun así, su madre no dudaba en reprochárselo cada que surgía la cuestión de la boda:

        —Con la cantidad de deudas que nos dejó tu padre al morir apenas podemos pagar la mano de obra para los viñedos. ¿Recuerdas la pérdida que nos causó la falta de personal en la cosecha pasada? —ella caminaba de un lado a otro frente a él, gesticulando y acomodando cada cosa que veía a su alcance. Siempre hacía lo mismo, era como una manía, sólo faltaba poco para que le tocara a él el turno—. Sin mencionar los impuestos de las tierras, el salario del servicio, el abono y otros gastos. Estamos pendiendo de un hilo de deudas y esta es, no sólo la mejor, sino la única opción.

        Era cierto: Los Castilla eran su solución. Lo único que pedían a cambio de solventar sus deudas y evitarles la ruina total, eran el casamiento de Esther, su hija, con Antonio y dos tercios de la propiedad como una especie de dote. Sonaba bastante bien y Pablo Castilla, padre y dueño del imperio vinicultor "Castilla", les había aseverado que la muchacha estaba más que prendada del señorito Aguirre. Cosa que el mismo Antonio pudo comprobar, de primera mano, que no era cierto en absoluto. La joven se desvivía por cuanto objeto de valor se le presentase y sólo deseaba el prestigio entre la sociedad. Aceptó la boda con él, meramente por su título militar y el renombre del que gozaría al ser la mujer de un ex soldado heredero de las tierras que los Castilla poseían y poseerían.

        A Antonio no le parecía más que ambiciosa, caprichosa, controladora, vanidosa y, para qué negarlo, un poco tonta. Claro estaba que no podía negar que gozaba de cierto atractivo físico y su madre no dejaba de insistirle en que era digna candidata a una buena esposa. El inconveniente recaía en algo que no paró de hacerle encarecer a la señora Aguirre :

        —No quiero casarme con ella —y añadía antes de que ella pudiese replicarle: —Y no es por amor a otra, sólo no encuentro en ella algo que se considere remotamente simpático. No la menosprecio, y de hecho es muy bien parecida, madre. Pero, en lugar de casarme, habría preferido permanecer en el campo de batalla... —era entonces cuando Carmen casi desfallecía ante la idea y lo obligaba a callar, cambiando de tema lo antes posible.

        En realidad el dilema no era ese sencillo capricho de querer vivir la vida libertina de soltero. El problema eran Esther y su madre. No dejaba de ver a la señora Aguirre en la muchacha cada vez que le hablaba. Sólo desde la primera vez que se vieron a solas en un paseo por los viñedos, ella se dedicó a mencionarle qué cambios haría en su forma de vestir y cómo se vería de bien con el corte y peinado del señor Castilla, su padre. Era increíblemente controladora y monopolizaba sus conversaciones sin dejarlo opinar. Le recordaba demasiado a lo que su madre hacía con su padre.

        Carmen siempre había sido muy locuaz y Antonio nunca había visto que Alfredo le contestara de la misma manera, o de ninguna otra forma; este sólo se limitaba a asentir a su alegato, decirle que tenía la razón y luego se iba a trabajar en los viñedos o escapaba al pueblo durante toda la noche.

        Él odiaba que eso pasara, pues cuando Alfredo no estaba cerca, ella se enfocaba en desaprobar todas las imperfecciones que encontrara en Antonio. De vez en cuando, su padre le permitía huir con él en las mañanas y jugar con los hijos de los trabajadores cerca de la destiladora, pero al volver a casa para almorzar, Carmen no les dejaba ni pasar por la estancia sin hacer reclamo de su aspecto:

        —¿Pero qué pasó con ustedes? —entonces miraba a Antonio y le reprochaba—. ¿Qué hiciste con tus ropas? ¡Ve a cambiarte ahora mismo!, parece que trabajaras fertilizando los viñedos —y a Antonio sólo le quedaba obedecer, desaparecer de la vista de Carmen, quien entonces miraba iracunda a Alfredo—. ¿Cómo puedes dejar a tu hijo andar así?

        —Es sólo un niño... —se defendía Alfredo con voz baja, pero era inmediatamente callado por Carmen.

        —Eres Alfredo Aguirre, y él es también un Aguirre, debe comportarse y verse como tal. Claro que tú no le das un buen ejemplo si cuando estás en casa te la pasas vestido como un trabajador cualquiera y siempre te vas al pueblo, o estás en el viñedo o la destiladora; ni siquiera pasas los domingos acá. Ni tu hijo, ni nadie te ve decente por más de tres horas —Alfredo caminaba hacia sus aposentos con Carmen detrás, replicándole sin parar—. ¡Ay, lo que diría tu padre si viese cómo diriges la empresa!




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