Natalia despertó sudorosa tras sufrir una pesadilla. Carlos, su antiguo amante, la estaba persiguiendo últimamente en sueños. Se preguntó si sería debido a los remordimientos, pero lo que más le preocupaba era que llegara a gritar su nombre y su marido sospechara algo. Por suerte, el esposo seguía durmiendo como un tronco. Se puso una bata sobre el camisón y salió al jardín. Tras unos meses sin jardinero, los parterres de flores estaban descuidados, llenos de hojarasca y malas hierbas. Avanzó bordeando la piscina mientras las ráfagas de viento aullaban y sintió un escalofrío al ver los setos. Recordó las rudas manos de Carlos sobre su piel y sus ávidos besos. Se había sentido tan sola durante el verano mientras su marido estaba de viaje…
De repente la embargó una sensación de inquietud, como si alguien la estuviera observando desde las sombras. Algo rozó su tobillo y soltó un chillido. Se tambaleó, perdió pie y cayó en la piscina.
El agua estaba muy fría. Comenzó a nadar hacia el borde, pero algo se enredó en su pierna derecha. ¡No conseguía liberarse! Un grito de terror surgió de su garganta unos segundos antes de que algo empujara su cabeza bajo el agua. Entonces sintió unas manos rodeándole la cintura, la caricia de un cuerpo muerto y frío que, sin embargo, era familiar. Era Carlos, que la arrastraba hacia el fondo mientras le susurraba: “Ahora estaremos juntos, amor. Me lo debes”.
Su marido encontró el cadáver por la mañana. La policía concluyó que una pierna de Natalia se había enredado con la manguera, pero nadie descubrió que había otro cuerpo reposando bajo los setos. Ella misma había matado y enterrado a Carlos, el jardinero, para que no le contara nada a su esposo, pero su amante nunca la olvidó.