Despierto en una habitación desconocida, sumida en absoluta oscuridad y silencio; bajo de la cama apoyando mis pies en el suelo frío; el contacto me hace estremecer.
Mis manos guían el camino y entre tropiezos, logro hallar una ventana. Al abrirla, la luz del día me ciega por un instante, obligándome a cubrir mi rostro con ambas manos. Tras adaptarme, observo el hermoso paisaje otoñal a través del cristal; pero en mi interior, siento que algo va mal.
Salgo de la habitación y recorro el sitio, finalmente empiezo a reconocer el lugar; era nuestra vieja casa, aquella que compartimos por tanto tiempo y cuyas paredes eran testigo de nuestros mejores momentos. Entonces entiendo, era un sueño como los muchos que he tenido desde que te fuiste, a veces duelen y otras veces hacen mis días llevaderos.
En la estancia, me detengo justo frente a la puerta principal; mi corazón late y la brillante perilla llama mi atención, tengo la necesidad de abrirla. Y lo hago.
El clima frío de otoño me envuelve tras salir, los árboles se habían deshecho de sus viejas hojas ansiosos de conseguir nuevas mientras algunos niños revoloteaban por el vecindario buscando qué hacer.
Entonces, te veo en medio de la calle; llevas un par de pantalones negros y una camisa blanca un par de tallas más grande, escuchar tu risa mientras juegas con los niños alivia un poco mi corazón y me hace sonreír con melancolía. Una niña se acerca a ti y extiende su mano, la tomas sin dudarlo y la sigues.
Trato de seguirte de cerca, pero con cada paso el ambiente se torna más gélido e insoportable, mi cuerpo se vuelve pesado y ya no puedo seguir. Me detengo, pero no estoy listo para rendirme y soltar tu mano, aún te quiero junto a mí.