La dedicatoria que adornaba el libro fue creada el año 2020 por un queridísimo amigo llamado programador. Un amigo al que quiero desde siempre. Este libro claramente no es un juego de bits. Usted lo tiene en la mano. A menos que usted sea una simulación. La idea de la simulación es muy extraña y ha sido temas de debates intensos con el poeta. El poeta me dice que esa es la única mentira que cree. De a poco se ha convertido en un recolector de pistas sobre la simulación. Por mi parte, creo que todo esto es real, podrían llamarme un materialista. Sin embargo, coqueteo con la idea de que lo simulado seamos nosotros: los humanos. Le cuento al poeta que escribiré un libro sobre eso. Pienso en si desaparecemos para siempre no porque escaseemos de alma y se hayan equivocado la mitad de las gentes por los siglos de los siglos. Pienso más bien que nuestras máquinas, nuestros rastros quedan dentro de lo material, lo simulado somos nosotros. Nuestro cuerpo y nuestro entendimiento, por decirlo. Me aferro a esta idea solo con el afán de que los libros queden cuando se apaguen las centrales holográficas del planeta Karmún que nos proyectan hace milenios.
El cuerpo es el tema favorito del programador. Él me dice todo el tiempo que el cuerpo nunca se acaba. El programador sabe de estas cosas, hace mucho tiempo que ya no es cuerpo humano. ¿qué es el cuerpo humano? me preguntaría el programador si aún estuviera prendido.
El poeta me cuenta que sacó la misma foto que la chica que leía a Kawabata. En ella, dice, aparezco yo, mirando la isla de los pingüinos. La foto muestra mi espalda mirando como se alzaba ante mí semejante estructura. El poeta y la chica que leía a Kawabata sacaron desde dos ángulos distintos una foto en ese momento. Tiempo después lo descubrieron. Ambos sacaron la misma foto. Unas cuestiones idénticas, me dice, no puedes negar que esto es imposible si estábamos ocupando distintos espacios. En una prueba me dice. La isla de los pingüinos, pienso, tiene nombre. Existe. Está prohibido ir a ella. Una prohibición en honor a la fauna de ese lugar.
La programación podría ser bien una mezcla de relaciones posibles a las que estamos destinados (no destinados a que aparezcan frente a nosotros), sino a que aparezcan de tal manera en nuestras cabezas. Que reaccionemos de ciertas maneras; que ocurran los mismos hechos una y otra vez. Las casualidades.
Esta parte aparece subrayada con un lápiz negro. Alguien debe haberla subrayado. Pienso en quien pudo haberlo hecho mientras reviso el libro del programador. Cuando el programador me regala su libro, me dice: qué irrisoria situación, ¿no crees?, en vez de crear un libro por red de bits, escribo un libro material. Algo que no podré llevarme cuando me acabe.
Pienso en si el programador logró mover esos ganchos de ropa que usamos para crearle las manos y escribir este libro que me pasa. La letra es un tanto extraña, no logra escribir derecho, aunque la hoja es cuadriculada. No tengo la menor idea de cómo el programador logró escribir el libro que me regaló.
El poeta no deja de decirme que el horóscopo, la religión, la cabalística, el vodoo, la cristiandad, el judaísmo, islamismo, y todo tipo de creencia espiritual son avatares posibles dentro de la simulación. Necesariamente hay un jugador por cultura, a lo menos.
El programador me cuenta una cuestión espantosa. Su voz se escucha cansada desde el parlante. Dice que ya no siente frío ni calor, tan solo una mezcla de sofocación punzante. Dice que no logra identificar en dónde lo siente. Abro las torres de las computadoras y reviso los ventiladores. El programador me dice que debe ser otra cosa. Reviso los cables de información que conectan la torre central con el resto. Nada parece estar fuera de orden. Los cables sinápticos funcionan a la perfección. El programador se nos está apagando. No sabemos cómo ayudarlo.
El poeta sufre un accidente luego de una borrachera. Tenemos que llevarlo rápidamente a casa. Se desangra frente a nosotros con una contusión en la cabeza. Logro ver su cerebro y ocupo los sensores sinápticos para salvarlo. El poeta había creado estas maravillas hace un tiempo. La programación de una actitud sensorial frente a la computadora. Eran unos cables muy gruesos que se inyectaba con agujas en los cinco dedos. Dos agujas más se incrustaban en la muñeca a la altura de las venas. El poeta tiene las marcas de la primera y única vez que la uso.
El programador me cuenta que poco queda para que todo se termine. Me dice que la vida en la red no es algo infinito para nosotros. Me dice que es una pista falsa. Puede existir vida en la red de un computador, él es la prueba, pero debe existir muerte. Me dice que la vida eterna dentro de un ordenador es para nuestro clon. La red debe agotar a la mente hasta destruirla para luego generar una copia exacta que no se acabe. La mente tal como el cuerpo está sujeta a virus y degradaciones que atacan su memoria, virus de información, de recuerdos, de sensaciones. La red genera una copia exacta de la mente y la cubre de anticuerpos informáticos.
El poeta nos dice que está bien desde la computadora. Nos enseña cómo conectar el resto de su cuerpo a distintos procesadores. Recorremos toda la casa buscando agujas y cables. Mucha cinta de embalaje y una silla. La tarea nos lleva tres horas. El poeta está sentado cómodamente con agujas y cables saliéndole por todo el cuerpo conectados a la matriz central de la computadora. Quien diría que sus días de hacker le salvarían la vida.
Nada que hacer, no hay humo ni chispas como en las películas. El programador se ha apagado. Ha aparecido un nuevo programador frente a la pantalla. Me ha saludado con la misma voz que el anterior, una voz que se escucha más viva. He apagado la consola. El cuerpo del poeta hace años que se recuperó. Él me ayuda a desarmar los computadores que sostenían a nuestro gólem o monstruo de Frankenstein. El poeta murió por unos segundos dentro de la máquina. Así apareció el programador. Tenía la mitad de los recuerdos del poeta, pero su misma energía. Fue nuestro amigo más cercano.
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Editado: 29.07.2021