Tenebris

Juego de Voluntad.

Juego de Voluntad.

 

El crujir de los muros y la fractura del cráneo, seguida del constante sonido rítmico de los puñetazos de Henry –aunado con los destellos relampagueantes por su Crinos presente– generaban un ambiente de tensión por el castigo que se le había encomendado a aquel odioso personaje. Si bien, no era un soldado favorito, él tenía la tarea de ser el castigador cada vez que Zeeb desobedecía las tareas asignadas por mí o el Gran Maestro. A pesar de haber cumplido la misión, había desobedecido y arriesgado al equipo; no estaba de acuerdo con ello, pero era la Voluntad del Gran Maestro y no podía ir en contra de ella.

Laureen no dejaba de dar golpes a Henry por la espalda, llegando incluso a arañarlo debido a su obsesión latente de aquel vampiro. Rebecca estaba intentando detenerla, pero esa triada en donde uno detenía del otro no rendía frutos. Aline se mantenía en cama, recuperándose por los efectos del veneno. Sin embargo, ese no era lo más importante. Henry cada vez parecía disfrutarlo más, como si aquello lo liberara de todo ese odio absurdo por Zeeb y, por si fuera poco, quizá aquello empeoraba por la obvia razón de que aquel azabache ni siquiera se molestaba en demostrar dolor alguno.

-¡YA BASTA HENRY! –proclamó Laureen, intentando sostenerlo para acabar siendo empujada por aquel chico, cuya cabellera ya se mostraba alborotada por el ajetreado ritmo que llevaba sin descanso al golpearlo.

-Solo cumplo mi trabajo y si no deseas ser la siguiente, será mejor que te alejes –comentó con satisfacción antes de volver su tono más amenazante–. Y ni pienses en usar tus ataques mentales o será peor para él.

Sus ojos pasaron del carmesí al azul zafiro, mientras sus puños se cerraban para liberar ligeras descargas antes de volver a golpear el rostro del azabache. Su cráneo rebotaba contra los muros mientras la sangre se extendía por detrás y en el rostro de aquel con cada puñetazo bien conectado. Los nudillos de Henry tenían una asquerosa mezcla de sangre y algo de la carne de Zeeb, procedente de su ceja izquierda. Sin embargo, para él no era suficiente; me atrevía a decir que tal vez para ninguno lo era. Desde la llegada de Zeeb, el Gran Maestro lo había cubierto de runas arcanas como un apoyo para sus “malestares”, entre ellos, uno que aminoraba el dolor hasta hacerlo casi nulo en aquel sujeto, entre algunas más que yo desconocía su función. Rebecca lo había confirmado en uno de los primeros entrenamientos, pues, a pesar de que Zeeb había sido el ganador, Rebecca había disparado al hombro del azabache a fin de incapacitarlo, pero ni siquiera eso fue suficiente para frenarlo o ver una muestra de molestia. Henry, sabiendo de ello, llegaba a los extremos solo para conocer el límite de aquellas runas aun cuando eso fuera absurdo. El poder del Gran Maestro solo era opacado por la magia arcana de los Molbori, por nadie más.

-Es suficiente –decreté–. Ya ha sido castigado.

-Aún no. Quiero divertirme un poco más.

-Henry –advertí–. Dije que es suficiente.

-Ponme una mano y te declararé traidora a la voluntad del Gran Maestro –hablaba muy en serio, pero ni siquiera él estaba en tan alto rango o con argumentos suficientes para aquello.

Ignoré su amenaza, dando un paso al frente mientras Henry retrocedía entre gruñidos. Zeeb estaba atado de manos y piernas gracias a aquel madero en forma de equis. La norma era el uso del látigo, pero Henry prefería los puños. Me acerqué a desatar la mano izquierda de él, mientras Laureen seguía siendo apresada por Rebecca. Sin embargo, era obvio que aquello no sería fácil. La sangre cubrió mis manos cuando el sonido del látigo viajó con velocidad desde donde Henry se encontraba, cortando de forma profunda el antebrazo del azabache quien se mantenía con el rostro bajo y cubierto de sangre.

-¿Acaso estás loco? –era Rebecca, furiosa mientras miraba a los alrededores–. Si alguien te viera…

-Le dirían al Gran Maestro, pero no hay nadie más –expresó Henry–. Si ustedes le dicen, no temeré en tomar represalias. Ahora apártate, Marián.

.Soy tu superior –comenté de forma firme–, baja tu arma o yo misma hare llegar tu falta al Gran Maestro y perderás tu nombre de Inquisidor.

-Tienes agallas, para ser una don nadie. ¡Quítate!

El sonido del látigo se hizo presente al cortar el viento, y todo pasó tan rápido que fue complicado descifrarlo. La voz del gran maestro resonó a la distancia, llamando a Henry a manera de regaño, pero ni eso habría bastado para detener el trayecto del cuero.

La sangre manchó mi rostro, pero en mí no hubo rastro de dolor, al menos, no uno físico.

Su rostro estaba cubierto de sangre, pero esta vez, lo adoraba una larga y horrenda línea que se abría por debajo del parpado hasta su labio, revelando la carne y sangre que no dejaba de salir. Su largo cabello apenas y disimulaba aquella enorme herida, y el rostro de Henry aterrado mientras los pasos del Gran Maestro se hacían más y más audibles conforme se acercaba.

-Creí haber sido claro, señor Giovanni.

-G-Gran Maestro… Yo… Señor.

-¿Puedo saber porque intentó herir a la señorita Le Fay?

-Verá… Ella intentó liberar al Inquisidor cuando estaba siendo castigado. Rompió su voluntad –expresó aquello último en un susurro.




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