El gato
por Danny Camacho
Todo el día escuchar los lloriqueos de Caín se habían vuelto una tarea insoportable.
No fueron pocas las veces que pensé alejarme de Caín; deshacer esta amistad que con frecuencia pensaba que solo seguía en pie por un sentido de compromiso que sin haberlo visto venir, me convirtió en esclavo de la miseria ajena.
Una exageración de sentimentalismo, debilidad, cobardía, torpeza y un sin número de magullones mentales, era lo que mejor lo definía.
Irritante.
Una jaqueca instantánea se me instalaba cuando llegaba a casa con ganas de quejarse de la vida. Siempre era el mismo simulacro.
*RING* *RING* *RING* *RING*
*RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIING*
Luego de tocar tres veces, dejaba el timbre presionado hasta que atendiera la puerta. Maldita sea.
Estaba a punto de sacarlo a patadas del pórtico, hasta que lo vi parado en mi alfombra de La cebra Marty de Madagascar.
No era un simulacro común. Tenía la ropa rasgada, la boca ensangrentada y ambos ojos amoratados.
– ¡¿QUÉ PASÓ CAÍN?!
– ¿Qué crees que pasó?
La verdad es que Caín no es un tipo normal y nunca lo será. Pero este no es un caso del todo difícil, pues todo esto tiene un único e impune culpable.
Caín desde joven era tímido y escuálido. Se destacó tocando el Saxofón a temprana edad, lo que le permitió que se le abrieran puertas y lo ayudaran a convertirse en un ente social con cierta importancia.
A los quince años llegó a tocar con varias agrupaciones de jazz en algunos bares locales, en su pequeño pueblo fue un músico respetado para su edad.
Tan solo un año después de haber entrado a la facultad de música ya tocaba como solista en un bar cerca del campus. Había ganado fama entre los moradores y los estudiantes.
La señorita Edia Holguín, su novia de aquel entonces, atractiva, inteligente y con una hermosa voz, lo acompañaba y cantaba en sus shows, canciones de Rocío Dúrcal, Ana Gabriel o Jenni Rivera.
Una vida envidiable para alguien de tan solo dieciocho años. Pero como todos tenemos nuestro punto débil, lo que para Superman era la kriptonita y lo que para Aquiles fue su talón, Caín tenía las mujeres.
Pues un mal día que aparentemente el diablo se había levantado de buen humor, la madre de Edia encontró un blíster de pastillas anticonceptivas mientras buscaba un labial prestado en el bolso de su hija.
A partir de ahí, la vida de mi amigo fue hundiéndose en un charco de agua negra. El padre de Edia Holguín, fiscal desde hace diez años y cristiano devoto (o fanático), se encargó de levantarle cargos a Caín por agresión sexual. Que contrario a la madurez que Edia aparentaba, seguía en la secundaria a sus dieciséis años.
Solo tres años menor que él, pero aun así menor de edad.
Las influencias del Fiscal Holguín lo hicieron polvo. El juicio fue una masacre y el veredicto aún peor; seis años.
No tengo que contarles mucho de su estancia en prisión. Todos hemos escuchado que a los presos no les gustan ni los violadores ni los pedófilos. Es cierto.
Rompieron dos de sus costillas a golpes. Un día miró de reojo a otro preso y en la noche ya lo habían apuñalado; esa vez por poco no la cuenta.
Lejos de endurecerlo, la cárcel lo iba quebrando cada vez más.
Caín saldría bajo palabra por buena conducta. En la carcel hay pocos secretos, los internos se enteraron y una tarde lo emboscaron en el baño y le tatuaron Edia H en el pecho con un pedazo de metal, para que recuerde su crimen todos los días. Una cicatriz horrible con Edia H tatuado al revés para que Caín lo leyera perfectamente cada vez que se viera en el espejo.
Llegó el día cero y Caín salió bajo palabra a los cuatros años de su condena y obligado a asistir a un grupo de rehabilitación donde lo conocí. Tenía dos cicatrices en la mejilla izquierda, que junto con esa personalidad asustadiza provocó que en el grupo le colgaran el sobrenombre de El gato.
Me hice amigo de ese elemento famélico, con apariencia decaída, súper introvertido, temeroso hasta de las risas fuertes. Nunca se sintió aludido por su sobrenombre, creo que había vivido cosas mucho peores para darle importancia a ese tipo de cosas.
“El gato algún día aprenderá a cazar.” Le repetía nuestro terapeuta cada día al terminar la reunión, con la vaga esperanza que esas palabras le dieran el brío que necesitaba. Con el tiempo nos hicimos muy cercanos y empezó a confiar en mí poco a poco.
Su anterior Kriptonita con el tiempo se convirtió en Kriptonito después de sufrir severos ataques sexuales en prisión le empezaron a gustar más los hombres que las mujeres.
Este fue solo el principio de la odisea pues ahora que estaba en el mundo exterior, no era un hombre común y corriente, era un agresor sexual, depravado y peligroso. No conseguía trabajo, las personas no lo querían cerca, lo sacaban de forma humillante de bares y tiendas.
Cuatros años de rehabilitación y luego de mucho insistir lo convencí de que nos fuéramos de la ciudad. Para su suerte mi abuela había fallecido unos meses antes y su casa estaba vacía. Nos fuimos al pueblo donde vivía mi padre antes de casarse, así ahorraría dinero viviendo en la antigua casa de mi abuela y podía ayudar al Gato a conseguir un piso barato.
Cuando era solo un niño, la casa de mi abuela siempre me perturbaba, sentía que había algo siniestro en esa casa. No me refiero a una presencia maligna, un demonio o algo así, sino que la casa tenía esta atmósfera aterradora. Una escalera de caracol oxidada que te llevaba al sucio sótano, la sala llena de adornos coloridos y muñecos sonrientes de Disney y demás personajes infantiles, que no sé de dónde los sacaba.