ELIAS DANKWORTH
Son las siete de la mañana de un sábado y me encuentro ya levantado y aseado, listo para salir por primera vez en tres días.
Siento que me estoy comportando como un niño pequeño, pero desde la última visita de Wade, no he tenido el valor de salir de mi habitación. Ni siquiera de mirar a padre a la cara. ¿Cómo yo, el hijo predilecto, podría darle tal decepción? No me puedo permitir pensar en tal cosa. Tengo que seguir un camino y voy ha hacerlo.
Desde entonces llevo dándole vueltas a un asunto y hoy me he decidido. El único problema es que no tengo a Isabella para que me cubra ya que aún estoy algo resentido con ella.
Bajando las escaleras de puntillas y rezando no despertar a nadie, me apresuro a llegar hasta la puerta y salir lo más pronto posible sin detenerme en la cocina.
—Elias.—me sobresalta una suave voz a mis espaldas y cierro los ojos de inmediato.—¿Que haces despierto a estas horas?—lentamente y temeroso, empiezo a darme la vuelta sopesando la idea de echar a correr hasta la puerta, pero eso llamaría más la atención.
Al quedar frente a frente, reparo en que solo lleva puesto el camisón de dormir y me pregunto en qué momento la hemos acogido como un miembro más es la familia. Debo reconocer que al principio verla paseándose por casa y tratando de entablar relación con cada uno, me resultaba algo incómodo. No suele gustarme tener compañía extranjera en casa, sin embargo Daisy ha demostrado ser una buena mujer y, por mucho que Isabella se niegue a reconocerlo, hace feliz a padre.
Aunque son detalles como estos por los que no me gustan estas incursiones. Tengo memorizados los horarios de todos, menos de Daisy, que parece no seguir ninguno.
—Hemos quedado con Bethany para vernos y llego tarde.—decido mentir a modo de explicación rápida, pero no se da por vencida.
—¿Tan temprano?—inquiere frunciendo el ceño comprobando el reloj de la pared.—Son las siete de la mañana, corazón.—tuerce la cabeza sopesando mi respuesta y sin borrar su característica dulce sonrisa. Es de esas personas que te puede estar insultando perfectamente y no te das ni cuenta.
—Eh...¡sí!—proclamo con un estruendo más agudo del normal.—Es que hoy tiene comida familiar y no nos podremos ver hasta el lunes.—sigo rebuscando en mi mente para formular una mentira completa y, aunque yo crea que ha sido formidable, no parece demasiado convencida.—Sí, por eso.
Tendré que avisarla. Aunque puede que no sea buena idea porque cuando le conté lo que había estado pensando, me dio un bofetón y amenazó con contarle la verdad a padre. Sí, mejor no avisarla de momento.
Hay unos segundos de silencio entre los dos en los que no sé cómo proceder, de modo que me quedo ahí de pie con las manos en los bolsillos balanceándome a la espera que deje de escrutarme.
—De acuerdo, dale recueros de mi parte.—finaliza con una sonrisa más radiante, si cabe.
Asiento con la cabeza sin estar muy convencido de lo fácil que ha sido y no es hasta que estoy por salir, que se me escapa un detalle muy importante.
—Daisy, esto eh...¿puede quedar en un secreto entre los dos?—le suplico en voz baja y, tras sopesarlo por los segundos más largos de mi vida, accede de buen grado.
Si se lo comenta, por mínimo que sea a Isabella, esta hablará con Bethany y estaré acabado.
—Solo si me dices lo que le gusta a tu padre para desayunar, no encuentro nada.—maldice en voz baja al tropezarse con los zapatos de Isabella. Típico de ella.
No puedo evitar reírme por su torpeza y dulzura. Realmente Daisy es la mujer que padre ha necesitado después de la muerte de mamá. Siempre que lo ve estresado, se ofrece a hacer la cena y le da unos masajes en los hombros. Se podría decir que la casa vuelve a tener ese ambiente de familia, aunque a Isabella no le gusta para nada.
—Suele tomar café solo con algunas galletas, pero los huevos benedict siempre han sido sus favoritos.—y con una sonrisa final y muchísimo más relajado, me meto en el coche y respiro hondo preparándome con lo que estoy a punto de hacer.
***
Cuando llego a mi destino, apago el motor y me quedo unos minutos mirando a la nada reflexionando sobre todo lo que me he llevado de vuelta al principio. Harriet, Wade, padre, Bethany...
La razón por la que no me he atrevido a enfrentarme a padre la tengo delante de mis narices. No soy capaz de decirle que no quiero tener hijos, que no estoy enamorado de Bethany ni de ninguna mujer, que me gustan los hombres. Que no quiero decepcionarlo, pero decirle eso ya sería decepcionarlo. Que no lo quiero fallar, pero ya lo estaría fallando.
—Sabes que siempre he querido ser abuelo y con el carácter de tus hermanos lo tengo muy complicado.
Esa frase se me ha quedado grabada como fuego y, aunque no haya sido el único motivo por por el que me encuentro en un solitario aparcamiento a las siete de la mañana de un sábado, es uno de los más fuertes.
Me tengo que olvidar de todo, de Harriet, de Bethany...y, por mucho dolor que eso me cause de mis sentimientos hacia Wade. No verlo más me ayudará. Tengo que distanciarme si quiero curarme.
Pero por ahora, me limito a poner un pie fuera del vehículo y dirigirme a la entrada de la clínica con un sentimiento pesado en el pecho.
No es hasta que mis fosas nasales se vuelven a llenar de ese repugnante aroma a desinfectante, cuando el peso de los acontecimientos de estos últimos meses invade mi mente y me arrolla como un tren descarriado.
La última vez que pisé estos pasillos fue para pedir explicaciones de la muerte de Harriet y, la vez anterior, ella estaba a mi lado de la mano. Recuerdo las miradas de intriga y de disgusto que algunos médicos y visitantes nos dirigían. Que no era normal que me relacionara con una niña siete años menor, que era un degenerado...y puede que en eso último tuvieran razón, pero mi relación con Harriet iba mucho más allá.