Testigo De Un Criminal

CAPÍTULO 3 (Parte 2)

Las religiosas que durante tantos años estuvieron instruyendo a los huérfanos, quedaron arduamente sorprendidas de lo rápido que se desarrollaba el cerebro de Volker, a tal grado, que en menos de medio año, el niño terminaba sus primeros libros con más letras que dibujos en ellos. Volker, o John como ella solían llamarle, terminó el primer año encerrado en la pequeña biblioteca del orfanato, devorando enciclopedias completas, realizando numerosas pruebas matemáticas y buscando una y otra vez hasta que finalizara con el resultado exacto que él deseaba.

Se creía que todo estaría bien, que aquel individuo tenía un futuro prometedor y nada, absolutamente nada truncaría su camino. La custodia le había sido retirada a Matthew Kennedy, provocando en Volker que también el recuerdo paterno comenzara a ser olvidado.

Pero entonces sucedió…

La mañana de 1971, su padre estaba regresando por él.

Después de un largo intercambio de palabras con la madre Gilma; Matthew K. logró convencerla de su notorio y estable “cambio”. En aquella época las leyes no se manejaban tan rigurosamente como ahora, así que con solo una serie repetitiva de súplicas indirectas, manipulaciones y halagos, aquel hombre logró sacar a su hijo del orfanato para devolverlo a aquella vieja casa de pesadillas.

No pasaron ni diez segundos para que el supuesto cambio dejara de existir y la misma faceta de padre dominante y agresivo regresara. Como en los viejos tiempos, Matthew tomó del brazo a su hijo y arrastrándolo por el suelo de la casa volvió a llevarlo a la habitación de las muñecas, dejándole encerrado una vez más. La estancia había empeorado. Con el paso del tiempo, las muñecas adquirieron una espantosa apariencia; se llenaron de polvo y algunas ratas que entraban a hurtadillas comenzaron a roer las cabezas de plástico, dejando en ellas una apariencia deforme y diabólica.

Lamentablemente Volker tendría que volver a vivir con eso.

El ser sumiso y obediente que vivió en él durante los primeros años de su vida, no lo dejó tranquilo. Seguía habitando en su personalidad a pesar de los buenos años que pasó en el orfanato de Cumbres. Volker lamentaba su miseria, se la pasaba llorando en medio de ese cuarto oscuro y húmedo, afortunadamente aquello no le impidió dejar de lado los vastos conocimientos que había aprendido en su salón de clase junto a las monjas. Constantemente repetía lo que recordaba para no olvidarlo. Y así se seguiría hasta 1973, tres años en los que estuvo entrando y saliendo de diversas casas hogar, y en donde por mucho que él se resistiera, su padre terminaba consiguiendo el permiso de tenerlo.

A finales del año 73, entró por última vez a su última casa hogar, la que le dio la mayor oportunidad de su vida: estudiar el instituto.

Las personas que aplicaban las pruebas de habilidades y conocimiento no comprendían cómo era posible la inteligencia de un joven con bajos recursos y en condiciones de abandono. No había una explicación de dónde podría venir tan alto conocimiento. Las personas y los evaluadores estaban sorprendidos, fue así que sin alguna otra solución, se tomó la decisión unánime del Instituto para enviarlo a la Universidad Estatal de Luisiana, en donde varios psicólogos le aplicaron una prueba definitiva que mediría su Coeficiente Intelectual. El resultado tomó por sorpresa a muchos de los profesores y expertos en la materia, pues Volker Kennedy era portador de un Coeficiente de poco más de ciento cincuenta (IQ de 150), muy por encima de los estudiantes más sobresalientes.

El cerebro de este joven era una completa maravilla.

La primera infancia es la base principal de todo ser humano que posteriormente determinará la estructura de la personalidad en el adulto. Desgraciadamente, la infancia de Volker no vio nada más allá de rechazo, golpes, gritos, maltrato e insultos, y en lugar de mejorarlo, sus maestros lo único que hicieron fue empeorarlo. Se preguntan por qué un niño se puede formar en un saco repleto de maldad, pero nadie se cuestiona acerca de lo que realmente sucede y en qué punto de su vida sucede.

Volker lo ha dejado claro en el siguiente fragmento en el que se dirige a Elaine:

En el psicoanálisis planteado por Sigmund Freud se estipula que la madre se constituye como el primer objeto de amor del niño. Tal vez fue por eso que en principio de mi vida, Salina fue bastante tolerante conmigo. Sucumbir a su abandono formalizó una penetrante ausencia en mi alma vacía. Cuando mamá se fue, pensé que todo el mundo me abandonaría. Perdí su pecho, su cálido regazo y sus suaves manos que en algunos momentos llegaban a tocarme. Otro segundo tiempo ocurrió cuando mi padre nunca me dejó formalizar alguna relación amistosa con mis semejantes, niños tiernos que corrían a mi alrededor, gastándome el tiempo de tener que negarme cada vez que alguno de ellos me invitaba a jugar, y que desgraciadamente, me atreví a repetir ese mismo patrón de negación en el orfanato de Cumbres.

“Me castigo por lo que hago mal”, lo hice, me castigué de la misma manera que Matthew se castigaba al arrepentirse de su vida y de su familia.

Los profesores me dieron un egocentrismo que antes ni siquiera cruzaba por mi cabeza, un sentimiento de superioridad al hacerme sentir con el derecho, de que simplemente por mi alta capacidad de inteligencia, debía colocarme por encima de mis demás compañeros. Te soy sincero, en algún punto de mi inescrutable vida, llegué a visualizarme en el puesto del director de la universidad, desterrándole de su puesto mientras le señalaba la gran incompetencia que generaban sus decisiones o comentarios.




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