Testigo De Un Criminal

CAPÍTULO 13 (Parte 1)

ANTES

Ser un hijo que llega bajo el deseo de sus padres, es una de las condiciones más importantes que presagia una vida psicológicamente sana, y Volker sabía de ello. Sabía de la sensación tan espantosa del desagrado, la nostalgia y el rencor tan grande que le enconaba a esa mujer. Salina Kennedy había vuelto, y por ende, había vuelto la culpable de todas sus desgracias. El detonante, el modelo y representación de todas esas mujeres muertas estaba de pie frente a su puerta y le hablaba como si nada hubiese sucedido.

—¿Puedo pasar?

—No —Volker se interpuso entre ella y la entrada de su departamento—. Quiero, necesito, te ordeno… No sé ni qué decirte, solo quiero que te marches.

—John…

—Nada, quiero que te largues ahora mismo.

—¡John, escúchame! De verdad necesito hablar contigo.

—¿Hablar de qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué haces aquí?

—Yo sé que estás confundido y alterado, tampoco es fácil para mí tener que verte de nuevo, pero…

—¡Cállate! Vete de mi casa, ahora. Estuve muy bien sin ti todos estos años, y así seguiré.

—¡Volker! —Salina logró empujarlo, golpeó la puerta y finalmente pudo entrar.

—¡Largo o llamaré a la policía!

—¡Tan solo escúchame! Yo sé cuánto daño te hice todos estos años, sé que es una estupidez presentarme ahora, cuando ya has hecho tu vida y planeas continuar con ella sin saber de mí, pero créeme, ¡jamás dejé de buscarte!

—¡Oh, sí claro! No te hubieras esforzado tanto.

—John…

—¿Cómo en encontraste?

—John…

—¿¡Cómo en encontraste!? ¡Responde esa maldita pregunta!

—Vi tu nombre y tu fotografía en una revista médica.

—Y supongo que también viste los reconocimientos. ¿Eso fue lo que te impulsó a buscarme? ¿El dinero que recibo por mi trabajo?

—¡No! Por supuesto que no. Siempre supe que estudiabas en la universidad estatal de Luisiana, pero no quise buscarte para no echar a perder más tu vida.

—¿Y porque ahora, Salina? ¿Por qué justo ahora?

—John.

—Vete. Te lo digo tu bien. Vete antes de que pierda la cabeza.

—John, quiero conocerte.

—No quiero que lo hagas.

—Hijo —ella comenzó a llorar—, no sé mucho de ti; las revistas y periódicos no tienen mucha información, y algunos de ellos no me dicen la verdad.

—Tienes razón, todavía no dicen la verdad.

Un segundo después de que el silencio amenazara con devorarse la conversación, Dante entró. El joven lanzó las llaves del departamento sobre una de las mesas, se quitó la sudadera y exclamó un gran bostezo, todo antes de percatarse de la inusual mujer que discutía con su compañero.

—Salina —Volker encaró a su madre imponiéndole un sostenible final a su visita—, tienes que irte. No puedes quedarte aquí.

—No me pienso mover, y si realmente quieres echarme de tu casa, tendrás que hacerlo tú mismo.

Y desde luego que no lo iba a hacer. ¿Por qué? Ni siquiera él tenía esa respuesta. Tan fácil le hubiera sido sujetarla de los brazos y lanzarla a la calle como si de una bolsa de basura se tratara, pero no, por el momento no estaba en sus planes hacerlo

—Bien —cogió una manta de la cajonera y se la lanzó a la cara—. Pero tú dormirás ahí. No te quiero ni a diez centímetros de mi habitación, ¿oíste?

—Te lo prometo.

—¿A dónde vas? —Dante se paró frente a él.

El Volker de antes había regresado, una vez más esa mirada desconsolada, fría y distante enmarcaba sus ojos negros. No respondió a la pregunta de su compañero, cruzó la habitación con brío, se puso su gabardina negra y salió dejando a Dante con la mujer causante de su nuevo desborde de maldad.

Esa noche, Volker Kennedy condujo en dirección a la calle de Las Siete Maravillas, en donde conoció a una mujer llamada Annette Wilson, una joven prostituta con la que después de entablar una tranquila conversación, sostuvo relaciones sexuales para después llevarla a la cabaña del Forestal y asesinarla.

 

Marzo, 1984.

De día aparentaba ser un hombre normal; un hombre aburrido de obligaciones, deudas y deseos de superación; un médico trabajando y sufriendo al mismo tiempo que se paseaba por los pasillos blancos del hospital. De noche el depredador selecto que ahora no solo gozaba destripando y zurciendo cuerpos femeninos, sino que, había aprendido la técnica y el arte del bondage, el sadismo y la gracia del sufrimiento. Pero, así como se había ganado un merecido lugar en el infierno que regía sus creencias, también se había ganado por completo la gloriosa atención de la policía.

Durante la primera parte de este año, el FBI consiguió encontrar un solo cuerpo. Este le pertenecía a una mujer asiática de nombre Miko Hamura. No obstante, este fue el hallazgo que colocó al Buró Federal de Investigaciones en la cuerda floja. Los lugareños se quejaron, reclamaban que la policía no estaba haciendo bien su trabajo, y el terror que se supone, iba a durar un par de meses, se había convertido en trece malditos años. La gente estaba cansada, pedían a gritos que las desapariciones y las muertes se detuvieran, y para ello, querían al FBI fuera del caso.




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