No todo estaría perdido —aunque parecía estarlo—, pues si bien para marzo de 1992, se dio el secuestro de la ya antes mencionada Beberly Paulson, esta vez ocurrieron un seriado de circunstancias y acontecimientos que a más de uno de los policías dejó con una sonrisa agridulce de merecido avance.
—¿Cómo se llama la testigo? ¿Tenemos pruebas que indiquen que está diciendo la verdad? —Rodrigo preguntaba y trotaba al mismo tiempo que recorría los largos pasillos de la comisaría para llegar al cuarto de interrogatorios en los que habían retenido a la mujer estrella de esa noche.
—Dijo que se llamaba Monet …
—¿Monet? Bien, pues que pinte un sol en mi día.
—No, no entiendes, Rodrigo —Gaby luchó para alcanzarlo.
—Claro que lo entiendo, ¿por qué crees que hice la referencia. ¿Qué les ha dicho hasta ahora.
—Bueno, dijo que vio a un gigante llevarse a la chica mientras estaba en el parque Overton y…
—¿Sabes qué? Ahórrate los detalles, Gaby. Eso lo sabré cuando me entreviste con ella. ¡Santo cielo, tengo la sangre hirviendo! Creo que este es el mejor día de toda mi vida. Miento, también lo fue cuando Elaine nació, y cuando me casé, y cuando me dieron mi placa, y cuando… Bueno, es un buen día.
—Espera Rodrigo, tenemos un problema con Monet.
—¿Qué tipo de problema podríamos tener con ella? Aun no la conozco, pero ya siento adorarla.
—Precisamente ella es el problema —Manases caminó a su otro lado—. La testigo resulta ser una drogadicta de cincuenta años, y que para variar, no le circula bien el coco.
—¿Qué? —y como por arte de magia, el agente se detuvo.
—Solo espero que no esté tan loca como Xavier Stan y se le ocurra hacernos estallar con una granada.
—Genial —Collins se frotó el puente de la nariz—, lo que me faltaba.
No dijo nada más, tomó aire y entró al cuarto.
Efectivamente, la mujer que se hacía llamar Monet estaba envuelta con una frazada que le habían prestado los guardias, tenía el cabello totalmente enmarañado y grasoso, la ropa remendada con parches de colores, un par de botas viejas, y en su boca le faltaba un diente.
—¿Monet? —preguntó el agente tomando una de las sillas de la mesa para sentarse.
—¿Quién es usted? ¿Es un duende? A mí me gustan los duendes.
Rodrigo se tragó la risa.
—No Monet —le sonrió—, desgraciadamente no soy un duende. En realidad soy policía.
—Esos no me gustan. Siempre se la pasan burlándose de mí diciendo que soy fea.
—Lamento escuchar eso. Pero si de algo le sirve, yo creo que es una mujer muy bonita.
Sus mejillas se ruborizaron, y como si se tratase de un dibujo de caricatura, se cubrió la boca con sus manos.
—Escuche Monet, ¿le han comentado el porqué está aquí?
—Sí —sonrió y el aire se filtró entre el orificio de su boca—, quieren saber sobre el gigante que se llevó a la muchacha bonita.
—Así es. Me comentan mis compañeros que usted lo vio llevársela. ¿Cómo ocurrió eso?
—Bueno —se arremolinó en la silla—. Estaba oscureciendo, pero no hacía tanto frío como en otras ocasiones, ¡oh, detesto el frío! Es horrible. ¿A usted le gusta el frío, señor duende sin sombrero.
Rodrigo volvió a sonreírle. Sabía que con ella tendría que tener paciencia.
—Tampoco me gusta. Pero adelante, continúe.
—Me froté las manos, Monet necesitaba pasar al otro lado del callejón porque algunos hombres me estaban molestando. Por mi estatura querían que Monet, ya sabe, tomara con la boca sus… —la mujer se puso roja.
—No se preocupe, entiendo lo que esos desgraciados le insinuaron.
—Eso me dijeron, pero Monet no iba a hacerlo. El sabor es horrible.
—¿Qué pasó después?
—A mí siempre me gustó estar en Overton. Cuando el señor Augusto viene, me deja quedarme todo el tiempo que desee, y también me deja alimentar y cargar a sus venados. Parece un príncipe.
—¿Augusto la trata bien?
—Bastante. Cuando él está aquí, me da comida, leche y un techo para quedarme, pero cuando él se marcha sus empleados me lanzan a patadas. Son unos malditos.
—Regresando a lo de… la muchacha bonita, ¿qué más pudo ver, Monet?
—No vi, escuché. Pude oírlo todo, agente.
—¿Qué escuchó?
—Ella se estaba quejando.
—¿Quejidos de dolor?
—Nooooo. Quejidos de sexo. Estaban fornicando en la tienda de malteadas.
—¿Logró ver quiénes eran?
—Sííííííí, era el gigante y la muchacha bonita.
—¿Cómo sabe que no la estaba lastimando?
—Porque después ella le dio un beso en la mejilla.
—¿A quién, Monet, a quién se lo dio?
#502 en Thriller
#162 en Suspenso
pasado asesino crimenes, muertes miedos recuerdos, policias investigaciones violencia
Editado: 07.05.2024