13 de Mayo, 2008
Monet salió llorando, gritaba y maldecía a todo pulmón mientras sus lágrimas rodaban sobre sus mejillas rojas y quemadas por el frío de la noche. La pobre mujer estaba enormemente desconsolada, y no había ser humano que la pudiese ayudar. Las personas la miraban correr, abrazarse a los postes y caer de rodillas en un lamento que a más de uno le rompió el corazón.
—¡Ha muerto! ¡Murió anoche! ¡Mi príncipe ha muerto! ¡Ha muerto el señor Augusto Overton!
Quien diría que con su partida, también caería su parque.
Augusto tenía hijos, dos engendros malcriados por su madre; una mujer de alcurnia que se sentía el centro del universo, y que para variar, detestaba todos los millones que su esposo gastaba en las conservaciones naturales del planeta. Tras la muerte de este hombre, sus hijos dieron rienda suelta a destruirlo; despidieron a los empleados, cerraron el parque y lo convirtieron en un pueblo fantasma al que los cazadores tuvieron libre acceso de entrar y hacerse con lo que quisieran.
De la nada, todo lo que el señor Overton había soñado y construido, se redujo a despreciables escombros manchados de sangre, y venados aterrados que corrían por sus vidas.
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Editado: 07.05.2024