La mañana del viernes infelizmente se presentó de la peor manera, bajo el contexto que se vivía y que significaba además el día, para el grupo de cuatro muchachos. Guardaban los instrumentos dentro de la camioneta, una Chevrolet Colorado que Mateo se consiguió con su padre; a pesar de la mala relación que sostienen, el viejo, como prefiere decirle, aceptó. Guardaba su guitarra eléctrica en la batea de la camioneta, era un modelo Les Paul color azul relámpago. Agustín, el bajista del grupo, recostó su instrumento, un Ibáñez SR1300, dentro de una funda de cuero para luego guardarla detrás junto a la guitarra de su amigo. Le estaban temblando las manos y pestañaba muy seguido, se mantenía alejado de los demás para no hacerles notorio sus nervios, es un chico que prefiere mantener distancia de sus propias emociones, a excepción de eso, es el que más se preocupa de los demás. Pablo, vocalista del grupo, descansaba en el asiento de copiloto. Miraba hacia su lado, precisamente al árbol que estaba plantado fuera de la casa de Mateo. Sus hojas comenzaban ya a desteñirse culpa de la llegada del otoño. Pese a ser el más simple de ellos cuatro, la imagen le hizo reflexionar. Mientras sus pupilas, dilatadas y humedecidas, no perdían de vista una hoja que por la corriente ya se tambaleaba junto a la ramita que la mantenía aun conectada con la vida. En ese momento pensó en algunas cosas en particular, pensó en la vejez, en las sonrisas, y en la lluvia. Fue suspendido de sus ideas cuando Mateo subió al vehículo por la puerta del conductor. Felipe, Míster Baquetas como le decían algunos, iba recostado en el asiento trasero. Estaba sumergido en un sueño que trataba de un día ficticio dentro la escuela, claro está decir, Felipe la terminó hacía más de cinco años. Cuando despertó de su sueño, no recordó mucho; más bien se trataron de fragmentos, caminando por los pasillos, quizá estando en el recreo.
Mateo ya instalado en su asiento, encajó el cinturón a su asiento, y miró la casa una vez más antes de partir. Se imaginó fuera de la camioneta, recorriendo los pasillos de esta, en una plagiada escena donde le laza un beso de despedida.
¡Pero que estupidez!, pensó.
Le dio una última mirada y partió el motor de la Chevrolet.
Y es así como se da inicio la primera aventura, el primer concierto de Las Cartas Negras, el grupo de música hecho por Mateo, con suaves orígenes del Garage Rock, con destino a Concepción. Nuestros cuatro amigos así se ensañan en su primera cruzada musical de cuatro conciertos dentro del país. Mateo manejaba con una insignificante y pobre sonrisa pegada en su rostro, y cantaba casi en susurros Beast of Burden de los Rolling Stones. Estaba emocionado, extasiado, eran emociones que lo hacían pensar en cuán lejos está escondida la felicidad. Hace lo que le gusta y, paralelo a ello, le pagarán, no de una manera tan enriquecedora, por ello. De algo hay que partir, se dijo optimista. Iban ya en la carretera, sufrió por más de una vez retorcijones culpa de tan sólo pensar en lo que ya estaba pronto a suceder, sus nervios se propagaban por la piel de su cuerpo, camuflados dentro el denso aceite que se hace sobre la piel más el sudor. Tomó una toallita desechable de la guantera y secó su frente. Luego abrió su ventana, una oleada de viento fresco invadió el ala izquierda del vehículo, y la lanzó. Felipe, recostado aun, vio la toallita deslizarse por el viento hasta perderse por la eterna carretera. Miró su celular por primera vez en el viaje. Las doce y media, decía este. Comenzó a calcular el tiempo que había pasado desde que salió. Una hora y media quizás, aproximó.
Iban por Chillán cuando detuvo el vehículo. Mateo fue el único quien bajó, estiro las piernas y sus brazos, estos le hervían por la tensión acumulada; los demás, aguardando dentro de la Chevrolet, miraban pasar a gran velocidad los vehículos. El guitarrista subió de improviso al coche y sacó a los demás del embrujo en que la carretera los tenía con sus veloces peatones de cuatro ruedas, otros superaban las ocho ruedas. Encendió la camioneta y entró nuevamente por la Panamericana Sur.
Dos horas después estaban ya en Concepción. El clima era relajado y sordo, y había muy poco bullicio, parecía que recién hubiera pasado un aluvión y se hubiera llevado todo lo que pudo.
En el principio estuvieron un poco perdidos, no lo negaban, era primera vez que turisteaban por esos lares. Doblaban hacia calles que sólo los enlazaban a más calles, todas desconocidas para ellos. La única persona, entre ellos cuatro quien resultaba ser solamente Pablo, que conocía las calles de la nublada Concepción era Sergio, dueño de un bar nocturno.
—Sergio —le llamó Pablo desde su móvil—. ¡Hey!, cómo va. ¿Sabes?, estamos un poco perdidos —hubo un silencio—… Sí, calle Martínez de Rosas, frente a una plaza… Perfecto… ¡Muchas gracias! —y cortó.