El hotel amaneció sigiloso pese que todas sus piezas estaban ocupadas. El dueño de la cabaña, un señor delgado de cuarenta años —quien emprendió en aquel negocio a los treinta años arrendando una pieza de su cuarto a veraneantes—, se preguntaba dónde estaban todos. Pensó que al ser domingo todos fueron a la playa temprano para aprovechar el día al máximo —lo que era bastante común allí—. Se acercó a la entrada del hotel. El recepcionista estaba allí, bebía de algo caliente según el vapor que salía de la taza. Se le acercó a preguntar si vio algo. Nadie ha salido ni entrado señor, fueron sus cortas palabras, luego volvió a mirar su computador. Estaba tenso; la corbata le punzaba el cuello. Decidió ir a la cafetería a por un pastel. En su trayecto, pasó junto a la puerta de la habitación de los cuatro chicos. Todos dormían.
Bueno, no precisamente todos. Faltaba Agustín en el dormitorio, y Mateo reposaba junto a Felipe —quien dormía—, en la cama. Miraba el techo, observaba el candelabro de plata que estaba quieto. Le soplaba a este amén si lograba moverlo, al menos un milímetro. Era realista y sabía que no pasaría. Ya abrumado, decidió levantarse. Ingresó a la ducha y giró la manilla color rojo. Y aguardó unos segundos para abrir la de color azul. Acariciaba su pelo mientras recibía el agua que salía con fuerza del cabezal. A veces recobraba el aliento tras ahogarse con el vapor. Recordaba el concierto de anoche y cada rostro que vio —o los que podía recordar—, lo alegres que estaban saltando al ritmo de cada canción tocada. Sintió un escalofrío recorrerle por su cuerpo, cosa que le gustó. Así debe sentirse la gloria, pensó. Salió del baño, tenía la toalla enganchada a su cintura viéndose solamente su delgado y flácido cuerpo. Sacó un bóxer color negro; una camiseta blanca con el logo de los Ramones y un short de tela color calipso. Volvió al baño para vestirse allí, no le gustaba ser visto con poca ropa. Ya estaba listo y guardaba su ropa sucia en un aparte del bolso. Fue entonces que se dio cuenta de la ausencia de Agustín. Pudo haberse despertado primero que todos, quizá también, habrá ido a desayunar; pensó. Agustín no es de madrugar, se contradijo. Miró de rejo a Pablo, él podría saber quizá algo que el no. Dormía en la segunda cama que estaba frente a la de Mateo.
—Pablo. Despierta.
—Qué —balbuceó.
—¡Despierta! —le tocaba la cara haciendo bruscos giros en ella.
—Qué horas son —aún no despertaba del todo. Mateo obvió la pregunta.
—No está Agustín.
—Que se joda ese —dio un bostezo largo y volvió a quedarse dormido.
Sabía que era caso perdido despertarlo. Salió del cuarto para ir a la cafetería con el deseo en la cabeza, de que estuviese ahí. Entro al lugar, pero solo encontró a un adulto sentado a lo lejos de las mesas. Comía de un pastel que no sabía muy bien si era de frutilla o limón. Con pavor creciente se dirigió donde el recepcionista en busca de ayuda. Llegó al centro principal de la cabaña donde se hallaba el recepcionista y le preguntó si había visto a alguien salir. Nadie ha salido ni entrado, señor, le dijo para volver a enfocarse en el computador. El estómago de Mateo se le comprimía de los nervios y la desesperación.
Volvió corriendo a su habitación. Estaba todo de igual manera desde que salió. Se acercó a Pablo y velozmente lo botó de la cama dejando al descubierto su bóxer color gris que era lo único que llevaba puesto. Se golpeó su cara en el piso que era de madera. Despertó de inmediato; su cara estaba colorina por el impacto, la nariz le punzaba como si tratara de decir algo.
Hey, se viene la sangre, chico. Guuuop.
Se levantó y miró a Mateo pidiendo explicaciones. El chico le expresó en lo amargo que estaba su rostro algo así como tenemos un problema".
—¡Que mierda te pasa! —gritó sin comprender qué demonios sucedía.
—Agustín no está. ¿No que estaban juntos anoche?
—Si. Nos separamos. Nos fuimos cada uno con una chica, tú sabes —dijo ya más vivo a la situación.
—No volvió.
—Mierda. Deja llamarlo —tomó sus pantalones que estaban en la orilla de la cama, casi al borde de caérseles. Sacó su celular del bolsillo y lo llamó.
—¿Contesta? —dijo al pasar varios segundos.
—No. Me envía a buzón de voz.
Ya estaban los tres despiertos. Le contaron a Felipe y este reaccionó de la misma manera que ambos. Fueron a la cafetería por el desayuno ya que Pablo les convenció con la excusa de «Puede llegar en cualquier momento». Estaban sentados en las mesas del medio que tenía la cafetería. Mateo solo revolvía su taza, se sentía débil y cansado de tanto pensar en una manera de encontrar a su amigo —por no decir, su hermano—. No hallaba la forma y eso le daba rabia, además de estar deseoso de golpear algo. La rabia y la impotencia le hizo pararse de la mesa y salir en busca de la camioneta. Fue rápido y los dos demás le seguían por detrás. El plan era buscarlo en la ciudad.