Manu, como preferían decirle los cuatro chicos, los acompañó hacia la salida del departamento. El día era fresco y no había huella de personas transitar por allí, solo uno que otro auto. Se despidieron todos con un fuerte abrazo de Manu y partieron.
Antes de llegar a casa, pasaron a una bencinera a llenar el tanque, Mateo fue el encargado de llenarlo. Pasó también al quiosco propio de la bencinera; era pequeño al verlo de fuera, pero al entrar podía verse extenso en todas direcciones. Pidió una Coca—Cola tamaño familiar y el diario El Mercurio. La encargada de atender, una vieja con cara de pocos amigos alargó su mano hacia el lado y le tendió el diario pedido. Se fue a la sección de críticas y se encontró con lo único que buscaba en El Mercurio.
Concierto Amateur, Parque O´Higgins, 20 de junio
Por Claudio Figueroa, El Mercurio
"Algo fascinante. A comienzo dudé por la pobre cartelera de invitados que prometía el evento. A las nueve en punto estaba allí junto a mi hijo y señora. Se sube ante mil y pico de personas la banda llamada Garden: Su sonido me recordaba todo lo que es el grunge, y sobre todo lo que respecta mi época adolescente Su presentación fue medianamente buena, el bajista —quizá nunca vuelva a verlo—, un chico de cara dulce presentó errores en sus líneas; el vocalista desafinó en ciertas ocasiones, pero todo lo demás fue fascinante como melancólico para mí. Luego fue el turno de cuatro chicos apodados al unísono como The Black Cards: Me pareció sutil y el nombre, quizá de culto. Nunca los habría asemejado al rock and roll —porque afín eso fue lo que hicieron: Verdadero rock and roll—, sino más bien a un folk alternativo —su pinta los delataba así—. Me impresionó el sonido que generaron; aturdiendo mis añejas hormonas de adolescente, juré algún día que ya estaban muertas: Al salir de la universidad. Pero no. La última vez que sentí satisfaces fue tiempo de antaño en donde asistí a el concierto que realizó AC/DC en el hipódromo —quizá algunos puedan recordarlo y sabrán a que refiero—, pero eso es otra historia. Salí de Parque O´Higgins con buen sabor de boca. Si en mí cae el peso de hacer destaque, voto entonces por el guitarrista y bajista de los Black Cards; y al baterista de Garden.”
Ni él podía creerse todas las rosas que le cayeron en la nota, solo Dios podía hacerle reaccionar por una cachetada de viento. Dejó de lado el periódico; Lo siento doña, no me alcanza, le dijo a la de cara amarga. Solo compró la Coca—Cola y volvió a la Chevrolet. Se subió con una sonrisa de extremo a extremo y contó todo a los demás. Llegaron de vuelta a casa de Mateo todos con la igual sonrisa que significaba una sola cosa —y vaya que tenía poder—: Esperanza.
El lugar seguía intacto, aguantó la semana completa sin llenarse del polvo que caía del techo. Felipe y Pablo cayeron de lleno en el sofá; Mateo solo se acercó a servirse un vaso de agua de la cocina; se tocó el pelo y sintió lo caliente y seco que estaba, mojó sus manos y lo acarició varias veces en diferentes giros, quedó húmedo. Fue a la camioneta para sacar los instrumentos con la ayuda de Pablo, le dijo que sacara el bajo mientras que él se encargaba de la guitarra; vio también los platillos de Felipe, gritó el nombre de su amigo y este se presentó en la puerta de la casa como un soldado al ser llamado por su capitán. Saca tus platillos, le dijo y este se acercó a la batea para tomarlos. Entraron uno detrás del otro. Agustín miró incertidumbre en el rostro de Mateo —nunca se equivocaba—. Miraba el televisor perdido en él. Sus pupilas vacilaban, se les dilataba y concentraban.
—Irás a hora a dejarla, ¿verdad? —sintió un dolor de estómago terrible seguido de una sensación parecida a un ataque de ansiedad. Quiso también desaparecer solo para no volver a ver la cara de su padre. Podía darle esa tarea a Pablo y sabía que lo haría. No. Era algo que debía hacer el, pese a costar asumirlo.
—Sí. Iré ahora mejor.
—Te acompaño —estaba ya levantándose del sofá cuando este le interrumpió.
—No te preocupes. No me tardo.
—Bueno. Suerte.
Salió de casa y se metió a fuerza de voluntad en la Chevrolet, fijó las lleves y lo hizo andar. Salió de lleno hacia la derecha y volvió a hacerlo a la derecha para entrar por Avenida Grecia. Emprendió el viaje a la casa de Cristóbal, y sus piernas ya tiritaban de sólo saberlo. Estaba poco distraído y tembloroso, perfectos efectos para un conductor ¿no? Miraba fijo hacia el frente, aunque los autos que se le adelantaban lo distraían, pestañeaba seguido y volvía a mirar al frente. ¿Cuándo fue la última vez que le vio, antes de pedirle la Chevrolet? Agosto, hace dos años, lo recordaba muy bien por no decir que odiaba mucho no poder sacárselo de la mente. Las relaciones no deben siempre mantenerse hasta la eternidad, tirar migajas de pan al lago para alimentar a los patos junto a tu mujer hecha ya una bolsa de arrugas, no debe ser siempre ser así. Las relaciones a veces terminan ¿vale? Mateo lo entendía bastante bien. Cristóbal era uno de los que no durarían para siempre con su bolsa d arrugas. Con Loreto las cosas no iban bien —peleaban mucho incluso por tan estúpidas que fueran las causas—. Se vio entre la espada y la pared, optó por marcharse de la casa y vivir en una nueva de dos pisos, muy elegante. Ahora la compartía junto a su novia. Le resultó desagradable recordar eso, pero la mente es obstinada a veces, le estaba jugando momentos realmente tensos y amargos. Recordó el día de su cumpleaños número trece en el que estuvo toda su familia: Sus dos únicos tíos y dos primos. Cristóbal fue el último en llegar a la casa, excusas culpa de la clínica. Quedó impresionado al ver a los familiares reunidos, para su mala fortuna había olvidado el día que debía de ser El más importante de su vida. El Mateo de trece años lloraba por no entender a su padre. Un penoso momento, dijo mientras doblaba hacia Vicuña Mackenna. Un auto se le cruzó bruscamente, lo divisó por el rabillo del ojo. Logró pegar un frenazo casi de película de acción, pudo haber causado un accidente, además de su propia muerte. El idiota que pudo haberlo mandado a la tierra de los sueños, siguió de largo sin siquiera disculparse; ¿qué podía hacer contra Santiago, Mateo? Dejó la ventana abierta para que entrase aire, estaba sofocado culpa de los pensamientos y el calor. Dirigió el auto hasta quedar estacionado en la orilla. Buscó de la guantera las gafas de sol de Cristóbal. No más cegadoras, se dijo. Prendió nuevamente el motor y se reintegró en la calle. Notó que estaba más vacía, aceleró hasta los cincuenta kilómetros. Cristóbal pudo haber sido un mal padre pese a que el niño de antaño lo amaba más que a nada en el mundo. Y el niño ya grande que conducía una Chevrolet, aun le amaba. La bestia le esperaba en su madriguera esperando a quemarlo con el fuego de su boca. Y el soldado de armadura reluciente allí iba, directo a la muerte. Pero el caballero no era tan débil, había ganado una batalla contra el feroz. ¿Cuándo había sido?, se preguntó.