The Black Cards

Capítulo XI

Mateo se preparaba un café cuando oyó el golpeo de la puerta principal. Disgustado se acercó y miró por el visor. El rostro de Agustín estaba a la vista, pero no solo estaba allí, tenía la cara pálida como una hoja; y las ojeras moradas de cansancio, quizás. Abrió la puerta con delicadeza y este entró sin cortesía ni abrazos. Corrió en dirección hacia las escaleras. Mateo le siguió el paso, algo iba mal y lo intuía. Subió las escaleras con ritmo de deportista, el ejercicio no era parte de su día. Ya en el pasillo del segundo piso, vio por el rabillo la puerta de baño cerrarse. Agustín no era de los chicos que entra sin dar saludo o un abrazo y correr como si fuera su casa. No. Eso lo hacía solamente en la de sus padres, y lo sabía cuan bien podía recordar. Caminó despacio hacia el baño, la madera crujía y daba un sonido con muy mala pinta.

Toco la puerta. Más bien, golpeó la puerta. No hubo respuesta. Comenzaba a preocuparse. Si te mueres; no te hablo más, Agustín; carcajeó con ironía. Pero la risa cesó y volvió el temor de cuan verdad podía hacerse.

—¿Estás bien? —Preguntó. Se escucharon ruidos que solo podían transcribirse como garabatos a una hoja de papel. Eran arcadas. Debía estar posado con la cabeza gacha sobre el retrete.

—Sí —por fin respondió. Se le oía afónico y distante. Está hundido en el retrete, pensó.

—Con quién saliste.

—Con Felipe, fuimos a un bar del centro. Un tipo quería pelear con nosotros, no paraba de decir «¡Hey! Imbécil, esa es mi mesa» —si su voz era desabrida. Ahora se volvió ronca por imitarlo— «Esa es mi mesa, ¿oíste, tarado?». Felipe le golpeó el ojo. se fue después de eso, creo que lo sacaron los guardias, ya ni recuerdo —tosió varias veces. Fuera del baño, Mateo podía oír bien el vómito que salpicaba con el agua del retrete—…Después desperté en casa de Felipe, como un corte de escena.

Mateo lo dejó hacer lo suyo, y bajó nuevamente por las escaleras hacia el primer piso. Su café seguía caliente, rodeó ambas manos por los costados de la taza, recibía a gusto el calor. La acercó a su boca rozando en sus labios y humedeciéndole la nariz, inclinó lo suficiente para dejar entrar una escasa gota de café. Se había quemado al único estilo de Mateo Santoro. Su lengua ardía como el sol. Abrió la puerta uno de los muebles y sacó un vaso. El dolor era insaciable, una lágrima iba bajando lentamente por su mejilla. Bebió de dos vasos de agua, su lengua ya estaba más viva. Giró la cabeza a su derecha y miró la taza con profunda decepción, la dejó recostada en el lavaplatos y vio todo el líquido oscuro que se vaciaba de la taza. Oyó ruidos provenir del segundo piso, fueron aumentando; rudos zapateos que se daban por las escaleras hasta acabar con la imagen de Agustín cabizbajo. Caminaba hacia el sofá, se recostó en él y cerró sus ojos dejando reposar su alma, pagando el pecado de beber más de la cuenta. Su mano izquierda apoyada en su frente y la otra en el suelo daba la impresión de que simplemente estaba acabado. Mateo le miraba apenado, empatizaba con él, pese a ser un tarado. Se le acercó pacífico y sin intenciones de burlarse —aunque quería hacerlo. Bien lo sabía—. Se recostó en la alfombra, miraba hacia el blanco color del techo; llevó ambas manos hacia su cabeza y la apoyó en estas.

Mateo era uno de los que también bebía mucho, pero se cuidaba. Evitaba pasarse del límite, aunque a principios quién sabe hasta dónde puede llevarte una lata de Escudo. Agustín cayó en el dulce y satisfactorio sueño profundo. Sus ligeros ronquidos lo delataban, Mateo no reacciono a nada, en su mente aun persistía la sensación de tener los labios de Camila. Lo miró por unos segundos.

Las dos de la tarde podía resumirse con la palabra «Gris». El cielo se mantenía nublado, sería uno de esos días en que no te esperas nada, solo quedarte en casa bebiendo café, quizá recostado en cama viendo una serie. Pero en Santa Julia no podía presumirse con sinceras manías, los vecinos lejanos y cercanos eran una mezcla de gritos; música a volumen histérico; y sexo por las noches. Se quedó sentado en su mesa junto a una hoja de papel y un lápiz. Practicaba palabras que se hicieran oraciones y luego en poesía. Unía las frases en su cabecita y luego las pasaba en grafito a la hoja de papel barato. Un pasatiempo serio y poco esperanzador, se dijo. Su cerebro sudaba como comerciante de dulces en la intersección de Carlos Valdovinos con Viel; lo recordaba muy bien Mateo. Un señor de piel bien quemada vendía algunos días galletas, otros días helados. Vestía con una chaleca fluorescente que ya comenzaba a ser color Mierda Fluorescente.



#12951 en Joven Adulto

En el texto hay: amigos, banda de musica, musica rock

Editado: 02.05.2018

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