The Black Cards

Capítulo XV

El charco que posaba en la esquina de la calle tal vez podría haberse formado entre cuatro y cinco de la mañana, puesto que a esa hora se provocó la lluvia la cual se predestinó para aquellos días. Todo esto partió con el cambio climático provocado por la intensa propagación de nieve desde la cordillera. No había que ser experto para predecir que el charco se posó en la calle culpa del mal suelo, el cual no se arreglaba de hace más de seis años. Más de trecientos autos doblan por esa calle al día, hace más obvia la hipótesis. Eugenia, una de las cuantas vecinas que habitan dentro del sector, ya preparaba una carta con el motivo de desquitar su ira e impotencia que se le acumulaba cada vez que volvía a ver la posa por la ventana de su cocina. La señora, quien no tenía más de sesenta años, sabía que debía preparar el sobre con una letra muy gruesa y elegante, ya que no es la primera vez que envía una queja al municipio. Más de cinco cartas han sido enviadas al centro municipal, culpa de esta persona quien vive ahí desde que nació. Desde pequeña conoce la plaza del lugar en la que, en aquellos tiempos de ser infante, jugaba allí, donde sólo había tierra a su alrededor. No necesitaba de columpios o de grandes toboganes para divertirse en la plaza. Le bastaba con tener una larga rama que le hiciera imaginar que era una pirata, y claro, varios chicos que vieran el mundo de igual manera como ella. Ya más adolescente, cambió la plaza —la cual estaba ya mejorada con extensas bancas y juegos a lo largo del lugar—, de ser un campo de batalla a un lugar de reuniones con amigos que, nuevamente, vieran el mundo de igual manera que ella.

Eugenia, sentada en su clásica silla ya gastada por el inexorable cambio, fue distraída por las quejumbrosas pisadas de su nieto. El rechinido del piso, que era de madera, hizo que le cosquillearan los oídos. No optó por distraerse y forzada volvió a la carta. Recordaba dentro de su decrépito diccionario la palabra más adecuada en cada línea del escrito. Su inspiración le provocaba reiterados delirios. Tanta inspiración obtuvo, que salió del contexto. Notó que su obra había perdido el sentimiento de ira. Provocando que tomara la hoja y la arrugase con ambas manos hasta formar una pequeña bola. Su nieto, quien se hallaba dentro de la cocina, pudo oír el sonido de ese papel arrugarse, notó por completo la frustración de la mujer. Dejó de lado la caja de la leche y salió del lugar. Vio como la señora tomaba otra hoja del mueble principal, volviéndose a la mesa —también añejada y gastada por el cambio— para comenzar un nuevo escrito. Reía mientras contemplaba ello. Ella lo notó y frunció su ceja, sin entender que era lo que le causaba gracia.

—Qué escribes —preguntó.

—Una carta para el municipio —No comprendía el motivo. Recordó que en estos días su abuela se quejaba bastante por la tardía hora en la que llegaba el camión de la basura. Su postura era entendible, ya que debía salir a la noche, que además era más helada últimamente, a dejar la basura fuera de su casa para que el trabajador la vaciase. Como también sentía una profunda pena por ellos ya que era un mísero trabajo.

—¿Y cuál es el motivo? —La anciana vaciló por un momento y miró a su nieto, estaba radiante por el resplandor del sol que entraba por la ventana.

—La calle de la esquina —apuntó con su dedo índice en dirección en donde se hallaba la posa—. Nunca han hecho mantención. Y culpa de esos tarados se formó una posa que no deja cruzar la calle.

—Y para eso escribirás una carta —rió mientras lo decía, pero era entendible. Además, amaba profundamente a su abuela y todo lo que hiciera él la apoyaba, se tenían el uno para el otro—. Bueno, te dejo. Debo salir.

—¿Llegarás tarde? —el tiempo se hizo extenso en que el chico lo meditaba.

—Tal vez… no te prometo nada. Pero, si son ya las diez y aún no llego: dile a Lorena que me quedaré en casa de Mateo —prefería que ella le contara a su madre antes que él. A pesar de ser mayor de edad y tener cierta libertad (sobre todo libertad), le temía, y bastante.

—Está bien —y suspiró.

—Bueno, me voy. Comeré afuera, ya que no alcanzo ahora —le dio un beso en la mejilla. Seguido se alejó del lugar en dirección a la puerta principal. Traía todo lo necesario. El abrigo lo lleva puesto, una chaqueta color azul bastante atrayente. La pureza del color hacía temblar a quien se fijase en ella.

—¡Pablo! —gritó evitando. El chico no alcanzó siquiera a abrir la puerta por completo, el día se veía esplendido por la poco que podía ver. La miró y se reencontró con ese angelical cuerpo arrugado y lleno de pecas, pero, sobre todo, sabio.

—Dime.



#12961 en Joven Adulto

En el texto hay: amigos, banda de musica, musica rock

Editado: 02.05.2018

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