Era jueves, el día anterior había llovido y las calles estaban medianamente inundadas, la mañana aún seguía nublada y la gente temía que la lluvia se prolongara. En la casa de los Black Cards sólo estaba Mateo que ahora se preparaba uno de sus cafés matutinos, además veía un canal de cable. Llevaba puesto una camisa blanca y jeans color negro, botas Caterpillar claras que lo hacían ver muy elegante. Tomó la taza y se fue al sofá, su trayectoria pudo haber sido un éxito de no haber resbalado —de manera muy torpe, cabe decir— y quemarse con el café en su pecho. No lo fue. Su camino fue un penoso y completo desastre. MIERDA, gritó con toda su alma mientras intentaba pararse. Corrió como alma que escapa del diablo hacia el lavaplatos, y con sus manos se lanzó agua al pecho. Y así se alivió el dolor, hizo lo mismo de tirarse agua al pecho varias veces seguidas. Al final soltó una mueca de alivio, parecido a un orgasmo.
Dejó la camisa —que estaba hecha un completo desastre— en la lavadora y se cambió con una camisa —color blanco también. Dios, amaba ese color—, seguido de una chaqueta para evitar un resfrío. Luego de eso fue a trapear el desastre que dejó en el piso. Solo era de mañana y ya estaba tenso y de mal humor, ni Camila podría haberle sacado una sonrisa en ese momento, ni tampoco los chistes obscenos de Pablo. Su celular seguía en su bolsillo, por suerte no le cayó café. Sonó y vibró con la melodía de Satisfaction de los Stones. Era Camila. Hablando de la reina de Roma, dijo y no pudo evitar una risita.
—¡Hey!
—¡Hey! Cómo amaneciste, galán —era cierto, estaba de muy mal humor, pero aun así no evitó sonrojarse. No podía evitarlo, la quería y mucho.
—Bien, sí —pensó en si contarle o no el incidente del café. Lo estaba pensando aún—… Aunque me quemé, con el café, sí. Un pequeño incidente nada más —la chica al otro lado de la línea pareció dudarlo.
—¡Dios! En qué parte.
—En el pecho.
—¿Quieres ir al doctor? Puedo acompañarte si quieres.
—No… no es para tanto.
—Bueno —suspiró—. No te quejes después.
—Lo tomaré en cuenta —rió. La puerta sonó con dos golpeos suaves. Miró anonado, y ahora qué, pensó—. Luego te llamo. Besos.
Y cortó. Alcanzó a oír el «Adiós» de Camila. Se dirigió a la puerta, pero se devolvió a la cocina a trapear lo poco de agua que quedaba. La puerta volvió a ser golpeada, con más fuerza, no mucha como para parecer insistente. Un momento, replicó Mateo, estaba un poco agitado por tanto movimiento que hacía. Terminó y dejó el trapeador junto a la lavadora de la casa —estaba fuera, en el patio, esta no tenía apertura hacia la calle, estaba cerrado con más ladrillos y se usaba como cuarto de juegos (había un televisor y un taca-taca)—. Y se dirigió a la puerta, antes se arregló el pelo y estiró su camiseta porque estaba un poco arrugada. Sin más que hacer, abrió la puerta. El resplandor del sol lo segó unos segundos y cuando cesó distinguió la imagen de una mujer. Aparentaba los cuarenta años, llevaba puesta una chaqueta color miel que jugaba a hacer contraste con sus jeans de color azul oscuro. Mateo pensaba qué hacía una mujer tan elegante en su barrio, imaginó la escena en la que ella preguntaba si sabía dónde pasaba un taxi para llegar a Las Condes porque se había extraviado mientras paseaba a su Fox Terrier —okey, no había ningún perro junto a ella. Aun así, le daba gracia—, y dio a parar en ese cuchitril de barrio. Más tarde se arrepintió de haber hecho prejuicio. Mucho se arrepintió.
—Hola. Eres Mateo, ¿cierto? —La primera pregunta que se le vino fue «Cómo sabe mi nombre». Lo segundo fue más bien una suposición: «¿Y si es la mamá de Camila?». Se le aceleró el corazón.
—Sí… Eh… Soy yo —y para colmo, ahora estaba nervioso. Día de mierda, pensó. Mierda. Mierda. ¡DÍA DE MIERDA!
—Un gusto, Mateo. Me presento: mi nombre es Maite García, soy Manager musical —Mateo en ese día ya había pasado por todas las emociones, vivió de todas las experiencias ese día. A pesar de que solo ya se había presentado nada más, ya se hacía ilusiones del porte de un cerro—. ¿Puedo pasar?
—Claro —hizo ademanes para que entrara. Ella lo hizo, entro sigilosa. Lo primero que hizo fue quitarse el abrigo, lo dejó sobre el sofá. Quedo quieta e hizo una mirada rápida a el interior de la casa, su rostro seguía igual de serio desde que saludo a Mateo.