The F word

28. Decisiones y canciones

28. Decisiones y canciones

—¿Te suena si tenías algo más en su casa?

—No, creo que eso era todo. Y aunque así fuera, no quiero darle más problemas ahora mismo. Creo que ya he hecho bastante.

Mientras Marc me tiende una bolsa llena de retazos de mi vida en pareja con Paulina, me dedica una mirada lastimera que me indica que no sabe cómo sacar el tema. No le culpo. He sido un imbécil con Pau y mi mierda ha acabado salpicando a todos. Paulina no quiere saber nada de mí —y no me sorprende—, Arantxa está cabreadísima conmigo por haber jugado con los sentimientos de su mejor amiga y Marc está entre la espada y la pared. Por una parte, empatiza con Pau —y tampoco se atreve a contradecir a su novia, porque corre el riesgo de perder una oreja—, pero por otra ya me ha dicho que en el fondo cree que es mejor así.

Tras la discusión que tuvimos la semana pasada, cuando no pude decirle a Pau que la quería, quedé con ella al día siguiente para intentar arreglar las cosas, pero todo se torció aún más. Claramente, venía con su discurso ya preparado, porque no me dejó decir prácticamente nada. En esencia, me dio un ultimátum. Me dijo que a ella no le iban las medias tintas y que no creía en esa "tontería de darse un tiempo", pero que también era consciente de que a veces era muy intransigente, así que me sugirió que nos viéramos varios días aquella semana como amigos, sin contacto físico, y eso hicimos. Y funcionó, nos ayudó a aclararnos. El problema es que lo hizo demasiado bien.

El primer día que quedamos tras ese reto se me hizo raro no darle un beso en los labios o no darle la mano —supongo que me había acostumbrado—, pero cuando al cabo de un rato me di cuenta de que no lo necesitaba, de que al día siguiente me pasaba lo mismo o cuando al cuarto día me canceló la cita y no me sentí decepcionado, no me quedó más remedio que ponerme a pensar. Y lo hice. Mucho. Pensé en clase, pensé mientras afinaba la guitarra, pensé mientras me duchaba y pensé mientras intentaba conciliar el sueño. Y no me quedó más remedio que afrontar la verdad: Paulina tenía motivos para sospechar. La quiero, pero no estoy enamorado de ella. La quiero por todo el tiempo que hemos pasado juntos, por la relación que hemos formado y por lo bien que me lo paso con ella, pero eso es todo. La quiero, pero no de un modo que le pueda bastar; no lo suficiente como para seguir con ella.

La bronca que tuve ayer con Paulina cuando compartí con ella mis reflexiones fue de proporciones épicas. Primero se echó a llorar, luego me insultó, después de eso lloró un poco más y no fue hasta que se calmó que pudimos hablar con relativa tranquilidad.

Me dijo que, en el fondo, siempre supo que yo no estaba implicado emocionalmente al cien por cien, que era consciente de que ella había forzado en cierto modo la situación al decirme lo que sentía por mí de manera tan abrupta, pero que no esperaba que fuera a comportarme como un pusilánime —en sus propias palabras— y a aceptar sin más, si realmente no había nada más por mi parte. Y tiene razón. Aquella tarde en la playa me lo pasé muy bien con ella y físicamente siempre me ha parecido atractiva, así que actué por impulso. No me detuve a pensar en lo que implicaría besarla aquel día entre las olas, ni tuve la cabeza fría ni la decencia suficientes como para hablar con ella después y decirle que seguía teniendo dudas. Debí hacerlo. Debí haber sido más valiente. Me habría quedado a dos velas, sí, pero no estaríamos en esta situación.

Estaría mintiendo si no aceptara que, a partir de cierto punto, después de empezar a salir, realmente creí que la amaba. Tenía ganas de pasar tiempo con ella y hacerla feliz. Creo que de algún modo intentaba compensar lo soso que fui en nuestros primeros días, así que me propuse dedicarle todas mis ganas e ilusiones. Lo que no sabía, y que ahora me ha reventado en la cara, es que desde el momento en que tienes que esforzarte en ilusionarte por estar con alguien, esa relación está abocada al fracaso. Esa relación se vendrá abajo como un castillo de naipes tras un golpe de viento.

Me jode. Me jode mucho no haberme dado cuenta antes. No haber sido más asertivo, no haber sido sincero con mis sentimientos. Pero lo hecho, hecho está.

—¿La has visto hoy o ha sido Arantxa quien te ha dado la bolsa? —Me atrevo a preguntarle.

—Me la ha dado ella misma. Está bien, Edu —me tranquiliza, adivinando mi pregunta silenciosa—, solo necesita tiempo.

—Supongo que ahora mismo me odia —formulo, esbozando sin querer una sonrisa cargada de pesar.

—Seguramente un poco, pero es mejor que haya sido ahora. Imagínate que seguís juntos durante tres o cuatro años. Imagínate que cumplís diez años juntos y sigues sin quererla de ese modo.

—Lo sé, lo sé... Por eso me sinceré con ella; solo siento que las cosas hayan acabado así. No estoy seguro de que podamos volver a lo que teníamos antes, no sé si me entiendes.

Marc no me responde, simplemente se encoge de hombros mientras toma un trago de la Coca-Cola que tiene en la mano y yo hago lo propio con mi naranjada.

—Y del grupo... ¿ha dicho algo? —titubeo, temeroso de saber la respuesta.

—No ha sacado el tema, pero te puedes hacer una idea... No creo que vaya a querer seguir por ahora...

Suelto un resoplido por la nariz. Lo sabía. Claro que lo sabía. ¿Cómo no iba a hacerlo? No puedo ser tan ingenuo como para pretender que tras acabar así después de casi un año juntos, las cosas serán tan fáciles. Sé que son cosas que pasan, pero no puedo evitar sentirme culpable también por esto. Lo que pase en nuestra vida privada es cosa nuestra, pero que ahora nos quedemos sin bajista y sin corista, va a ser un problema.

—Tío, no le des más vueltas —intenta animarme—, a lo hecho pecho. Paulina lo superará, no tengo ninguna duda, todo esto es parte de la vida. Son experiencias que todos pasamos tarde o temprano y tampoco son tan malas... Nos ayudan a crecer.




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