DAVID
El volumen de la música era demasiado alto, aturdía, mas a todos los que nos encontrábamos allí parecía no importarnos. El calor en ese lugar era sofocante. Pero a las tantas personas que bailaban tan cerca una de la otra, sosteniendo sus vasos de alcohol, tampoco le molestaba. El enorme letrero luminoso centellaba, revelando el nombre de la discoteca en letras mayúsculas, en una ostentación de austeridad.
Mis pies ya no aguantaban estar parados tanto tiempo y mis rodillas temblaban de tanto bailar. Me disculpé con Sophie, pidiéndole un minuto para ir al baño y, de paso, darles un breve descanso a mis oídos de tanta fiesta.
Me hice paso entre la multitud, procurando evitar cualquier mínimo altercado que podría llegar a ocurrir si llegara a rozar a uno de los muchachos alcoholizados que pululaban por allí. Con avidez conseguí sortear a la muchedumbre, alcanzando los sanitarios tras doblar en un pequeño pasillo. Aquel lugar, que se suponía que sería más relajante, estaba rodeado de hombres molestos, que no encontraban mejor idea para resolver sus problemas que agarrarse a los puños dentro de los baños.
—¿Acaso él también es uno de los tuyos? —la mirada de un muchacho rubio, robusto, con rulos hasta el cuello se cruzó con la mía y su mano puso freno a mi lento caminar.
—Ehh.. No sé de qué hablas pero yo sólo quiero ir al baño. Tanta comida tiene sus consecuencias —bromeé.
Al tipo no le resultó gracioso mi chiste ni mucho menos el trato confianzudo con el que lo había encarado. Por un momento imaginé la cara de Sophie al encontrarse con su novio abofeteado y el escándalo que vendría luego. Por fortuna, el gigante se corrió a un lado y hasta abrió la puerta de uno de los inodoros, invitándome a pasar. Le agradecí su hospitalidad y me encerré por unos minutos.
Me senté en el retrete y comencé a ojear mi teléfono por unos minutos: una llamada perdida, un mensaje de mi madre, preocupada porque aún no había regresado a casa, dos emails con publicidades bochornosas... Tiré de la cadena y salí al exterior.
Los hombres ya se habían esfumado. Me pregunté cuál de los dos habría ganado y me incliné en mi mente por el gigante gringo. Me dirigí al lavamanos y encontré una delgada línea de sangre que brotaba de una pequeña navaja. Esa visión me estremeció.
Abroché uno de los botones de mi camisa negra y acomodé mi cabello con un sacudón de cabeza. Justo antes de irme me percaté de que me había olvidado mi teléfono, gracias al sonido de una notificación que me informaba que Sophie acababa de enviarme un mensaje.
«Ven pronto, David, y espérame en el patio, bajo la sombra del páramo, sentado en el banco blanco que allí se alza. Necesito decirte algo».
Tecleé un rápido mensaje y me dirigí hacia mi nuevo destino, ansioso por encontrarme con Sophie y descubrir el trasfondo de toda la situación. En el camino de salida tomé una deliciosa porción de pizza y llegué con facilidad a la salida.
En la noche todos los gatos son pardos. Y todos los árboles parecen páramos. Y, por supuesto, todas las mujeres usan un vestido rojo pegado a la cintura. Sin embargo, y a pesar de todo, la certera descripción de Sophie me encontró admirándola a los pocos segundos, mientras jugueteaba con sus dedos sobre el banco.
—¿Por qué te demoraste? —me interrogó, no para investigar la razón de mi demora, sino para encauzar la conversación hacia su tema de interés.
—Estaba en el baño. Ya sabes que tanto sonido me hace mal —confesé.
—Mírame a los ojos un momento. Me encantaría hablar contigo —alcé el rostro y contemplé su fina barbilla, su piel cobriza, su cabello rizado y rojizo, ocultando la belleza de sus ojos café—. Es sobre nuestra relación...
Golpe bajo. Cualquier cosa que quisiera decirme no iba a ser una buena noticia.
—Como sabes, estamos juntos hace ocho meses, desde que nos conocimos en la casa de mi amiga cuando nos encontrábamos en Puerto Rico— no quería que refrescara mi memoria con datos inútiles, incluso llegué a considerarlo como una burla— y nos enamoramos perdidamente el uno del otro. Pero debo confesarte que ya no siento lo mismo que antes. La chispa de nuestro amor se apagó, el fuego de mi corazón se redujo a cenizas...
—¡¿Qué dices?! ¿Después de todo lo que pasamos juntos? —mi mente no podía comprender la razón de la ruptura—. Al menos, merezco una explicación.
—Te diré la verdad y sólo la verdad —comenzó a decirme—: me he dado cuenta de que tenemos muy pocas cosas en común. Somos, digamos... dos polos de un imán que se repelen entre sí —nunca se le ha dado muy bien la ciencia, no la culpo por la metáfora—. Mientras que tú prefieres el día y los libros, yo disfruto de la noche y los tragos fríos.
—¿Y me lo dices precisamente en una discoteca a la que tú me trajiste?
—Tú viniste porque quisiste, yo nunca te obligo a que hagas nada.
—Pero bien que si hubiera rechazado tu propuesta te habrías enfadado conmigo —contraataqué.
—Esta misma conversación es el reflejo de nuestra relación. Somos opuestos pero no nos complementamos. Creo que lo mejor para ambos sería que nos separemos —hizo una pausa, dándome el tiempo suficiente para caer en la cuenta de lo que acababa de decirme y permitiéndome masticar una respuesta que mis labios no se atrevieron a pronunciar.
Se levantó, con las manos acomodando ese vestido rojo que tan bien le quedaba, haciendo juego con su colorada cabellera, se despidió de mí con un beso, que rechacé con un movimiento brusco y se perdió entre el resto de la gente, dejando tras sí el rastro de un corazón roto.