DAVID
A los pocos minutos de comenzar a nadar, mis brazos se resistieron, cansados de bracear y Nemo, que no abandonaba sus nervios, ya se estaba cansado de tanto esperar. La algarada ya había acallado y el resto de los oficiales habían abandonado su búsqueda para rescatar a sus compañeros malheridos. No obstante, poco me importaba aquello en ese momento.
-No creo poder soportar mucho más tiempo a nado -confesé.
-Deberías esforzarte -fue su brillante respuesta, en medio del castañeo de sus dientes.
Mis dedos presentaban más arrugas que los de un anciano y todo mi cuerpo temblaba de frío; los vellos de mis brazos se alzaban cual puercoespín y el clac clac de mis dientes reflejaban mi cualidad de friolento infuso. Nemo se llevaba un poco mejor con las bajas temperaturas; los escasos guiñapos que colgaban sobre su hombro lo protegían, aunque fuera muy poco, y le permitían mantener un calor corporal y una fuerza de voluntad envidiables. De pronto, comenzó a circuirme con lentitud, describiendo amplios círculos en el agua, como si estuviera analizando mi situación para después dar su diagnóstico.
-Colócate boca arriba -me ordenó, al tiempo que me tomaba por la cintura para ayudarme a colocar en dicha posición, provocando que inhalara una buena dosis de agua a causa de la sorpresa.
Una vez encima de la superficie comencé a sentir como el viento azotaba contra mi pecho y casi podía pronosticar en qué momento me acabaría pescando una pulmonía o calcular los efectos que todo esto tendría en mi deyección una vez ya fuera. Además, el clima parecía haberse vuelto en nuestra contra; como si de un disloque se tratara y, tras cinco días de aridez extrema, la gélida brisa sacudió a toda la sociedad. Sin embargo, después tendría tiempo para ocuparme de mi enfermedad. Ahora era el momento de actuar.
-Quédate quieto y no dejes de flotar -me había dicho Nemo-, yo te tomaré de las piernas y jalaré de ti. Es muy importante que no te desconcentres o podrías ahogarte al menor descuido -le agradecí, en silencio, por su honestidad. Ahora sabía el problema al que me enfrentaría y nadie, tal como lo hacía mi madre, procuraría dosificar la información para no dañar mis sentimientos.
Avanzamos en la oscuridad, por lo que Nemo se vio obligado a mostrar su cacumen y sus ojos de matón para conducirnos lo más seguros posible, entre mis estornudos y mis mocos mal sorbidos. Me vi obligado también, al pasar unos minutos, a tomar las riendas del asunto e invertir los roles, lo cual no duró más que unos pocos minutos, tiempo durante el cual mi pasajero se esmeró en extricar los jirones que colgaban sobre su pecho para armar una especie de taparrabo improvisado el cual se ciñó, avergonzado, lo antes que pudo a su cintura. Después, relajó un momento sus brazos, exhaustos por tanto esfuerzo y hasta llegó a disfrutar del viento que ahora me daba de lleno en la cara y el torso.
El guirigay de la cascada comenzó a hacerse escuchar justo cuando realizamos nuestro segundo cambio de roles. Esta vez, me recosté sobre las aguas y me olvidé de todo a causa del cansancio, incluso de flotar, lo que ocasionó un peligroso hundimiento del que casi no cuento el cuento. Mas todo nuestro esfuerzo se vio recompensado cuando yo ya no podía seguir flotando a causa de la baja profundidad y Nemo caminaba sin problemas ni prisas, intercalando algunos estornudos entre sus cánticos de victoria.
Una vez allí, me atrajo la atención una chafarrinada sobre uno de los ladrillos del muro, a una altura que cualquier ser humano promedio podría alcanzar. Nemo introdujo el filo en la parte inferior y una pequeña trampilla se abrió a nuestros pies. Nos introdujimos en ella y, tras secarnos con dos toallones que él ya había dispuesto para la ocasión, nos secamos, las amarramos a nuestras cinturas y continuamos con el escape.
THEMMA
El último día de trabajo llegué incluso a derramar una lágrima al comprender que no haríamos aquello nunca más. Y así, entre los chicoleos de Thiago y los aplausos de nuestros admiradores (varios de ellos acudían al metro sólo para vernos cantar y otros hasta se sacaban fotos con nosotros) nos despedimos de nuestro trabajo, llevándonos a casa cuarenta dólares, un pin de un admirador, un paquete de galletas y un collar de perlas fútiles de vidrio que un joven albar como la nieve había insistido en que me lo quedara y que, pese a ser falso, era precioso. Dos jóvenes con gafas de sol y mucho estilo se tomaron la última fotografía con nosotros y uno de ellos, para cumplir un envite que había realizado con sus amigos, me dijo al oído que no había cosa más linda que yo. Por supuesto, todos nos reímos.
Thiago demostró ser un discente muy disciplinado y talentoso; cada vez que yo le sugería algún tema musical él lo sacaba sólo de oírlo y he de admitir que no fallaba en ninguna nota (y lo sabía ya que contaba con las partituras que se pasaban por mis ojos). Cuando yo insistí en que el último tema de nuestro repertorio fuera una canción de Coldplay, él no pudo estar más de acuerdo conmigo. Y de ese modo, tras haber recibido un total de setecientos ochenta y un dólares con cincuenta centavos, tres mil doscientos quince aplausos y sacarnos trescientas ocho fotos en total, abandonamos el infecto lugar, llevándonos también una buena dosis de infundios que las señoras del barrio insistían en comentarnos (a ninguno de los dos nos agradaba injertarnos en los asuntos ajenos, mas ellas no nos daban otra escapatoria) y que quedarían sepultados en nuestras memorias.
Caí también por última vez en el dolo que Thiago ya se había acostumbrado a jugarme casi todos los días, diciendo que alguien le había robado la guitarra o el dinero. Le di una suave y cariñosa cachetada y subimos las escaleras de la mano. Caminamos a la par y atravesamos media ciudad antes de regresar a casa, dispuestos a poner en un fondo común el dinero para después escindirlo para lo que fuera necesario, teniendo confianza ciega en nuestros amigos, que no serían felones y ni acabarían guardándoselo todo para ellos. Todos estábamos del mismo bando.