CAPÍTULO 8
Alina
—Lina —susurró Anastasia con el apodo que me puso. Se había despertado de una pesadilla—. ¿Crees que haya otra vida después de la muerte?
En la oscuridad se le veían moretones en los brazos y piernas. Le había preguntado qué había pasado, pero no me quiso decir.
—Si hay otra vida —murmuré abrazándola—, quiero volver a ser tu hermana en todas ellas.
—Eso espero —respondió mientras me acariciaba el cabello. Creo que eso la tranquiliza, y no me molesta… creo que incluso me gusta.
—Algún día me dirás por qué te siento triste —pregunté—. Si es por papá, creo que está en un lugar mejor. Quizás no pueda estar para nuestro quinto cumpleaños —dije, mostrando mi mano en señal de cinco—, pero yo siempre estaré para ti.
—No lo sé —dijo—, pero no te quedes a solas con el abuelo. No dejes que madre te lleve con él —suplicó—. Yo te protegeré. El monstruo no te va a hacer daño a ti. No lo voy a permitir. Conmigo tiene suficiente.
Las pesadillas siempre estaban presentes. Quizás nunca se irían. Tratando de controlar mi respiración, abrí lentamente los ojos para encontrarme en una habitación que iba a ser parte de mi vida.
A mi lado, Nero me observaba con sus ojos grises, atento. Me costó mucho dormirme porque jamás había dormido con un hombre, ni con nadie aparte de Anastasia. Y mucho menos tratando de no invadir su espacio en la cama, aunque fuera grande.
—Tuviste una pesadilla —susurró cuando me tranquilicé, y asentí. Me giré de costado, y él hizo lo mismo, quedando frente a frente—. Estuviste llamando a alguien y llorabas —dijo, mientras dudaba entre acariciarme el cabello.
Asentí. Quizás debería avisarle de mis pesadillas, porque aún quedaba una vida por delante… o hasta que él se cansara de mí y me pidiera el divorcio.
—Sucede a menudo —confesé. No se lo había dicho a nadie. Ni siquiera al abuelo Sergei—. Tuve una hermana —sollocé, mientras él me acariciaba el cabello con la mano derecha y con la izquierda intentaba limpiar mis lágrimas—. Su nombre era Anastasia.
—¿Qué le pasó? —preguntó, pero dudó—. Si deseas hablar... —aclaró. Nunca lo había hablado con nadie, porque una parte de mí sabía que el abuelo Sergei ya se culpaba por la muerte de Anastasia.
Y quizás eso era lo que necesitaba: desahogarme de esa culpa que me desgarra el corazón y el alma. No sé cómo no me he vuelto loca.
—Murió —respondí—. Fue una semana antes de nuestro sexto cumpleaños —aclaré—. Vivíamos con nuestra madre y nuestro abuelo paterno —las lágrimas corrían por mis mejillas—. La violó… y la mató —sollocé—. Y quizás lo hizo desde mucho antes. Estuvimos encerradas una semana en esa habitación. Yo estuve una semana con su cuerpo sin vida… y pensé que era mi culpa.
—No es tu culpa —dijo, y las lágrimas no paraban de salir de mis ojos—. No es tu culpa —repitió—. No eres responsable de los actos crueles que otras personas deciden hacer. Siempre es su decisión —susurró—. Y no deberías sentirte culpable. Escúchame, Alina… hay personas que te condenan a vivir con la culpa, con el rencor. Pero tú eres una persona gentil, y no lo mereces. Quizás otros, como yo, sí lo merezcamos… pero tú no. ¿Entendiste? —preguntó mientras sostenía mi rostro entre sus manos.
Asentí, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, podía respirar… aunque fuera solo un momento, sin culpa.
Entonces lo observé. Su rostro era hermoso, aun con cicatrices. Más aún con ellas.
¿Cómo se había hecho esas cicatrices?
¿Quizás un enemigo?
Tenía cortes en las mejillas y en la frente que se habían convertido en cicatrices, quizás desde hace muchos años. Aunque usaba camisa de manga larga, se podía ver que tenía quemaduras en partes de su cuerpo.
Su rostro también mostraba ojeras profundas, como si no hubiera dormido nada, como si tuviera pesadillas despierto.
—Tampoco pudiste dormir —pregunté. Quizás no debería hacerle preguntas tan personales, pero había algo en él que me hacía querer saberlo todo. Era mi esposo… pero también era el Don de la Cosa Nostra. Despiadado. Asesino. Pero eso no me impidió preguntar.
—No —respondió.
—¿También tienes pesadillas? —volví a preguntar. Quizás debería dejar de hacerlo.
—Tengo insomnio —contestó, y se quedó dudando si continuar—. No he dormido bien desde hace muchos años… o quizás ya perdí la cuenta. Pero yo lo merezco. Tú no.
—¿Tiene relación con tus… tus…? —dije, y ya había sido demasiado imprudente—. Lo siento. No debo meterme en tus asuntos. Perdóname.
—Sí, se debe a mis cicatrices —susurró—. Y no tienes que disculparte. Pero no es un tema fácil de hablar —dijo—. Duerme. Estaré velando tu sueño.
No sé, pero mis ojos se sintieron pesados.
Lo último que sentí fue su mano acariciándome el cabello… y él fue la única persona, aparte de Anastasia, que podía calmarme y relajarme al hacer eso.