Izando una vela camino al sol, alguna vez se contó:
Había una vez una princesa, de cabellera larga hasta los pies, blanca como la mismísima nieve de invierno, quien sólo tenía permitido salir por las noches, cuando el sol se hubiese ocultado por completo, por lo tanto, nunca en su existencia, había observado a éste, ni un solo rayo.
Su madre, la reina, decía que era venenoso y mataba a todos de poco a poco y como ella era una princesa especial por su blancura natural, no debía acercarse, tocar ni ver al sol, porque ella merecía ser eterna.
Ella habitaba en lo más alto de la torre, donde había una pequeña ventana, tan grande como el tamaño de su cabeza; de ahí podía vislumbrar el reino y, a cierta hora del día, un rayo de luz entraba. Sólo a esa hora por sólo unos minutos.
Cuando la reina, a la hora acostumbrada, subió a la habitación más alta y se dispuso a cepillar el cabello blanco de su hija, ésta, como todas las demás veces, le preguntó:
—Madre, ¿por qué no puedo tocar los cálidos rayos del sol?
—Ya hemos hablado y tocado el tema demasiadas veces —contestaba la reina—, el sol es venenoso y quiero que tú, como mi hija y la princesa más blanca y hermosa, quiero que seas eterna.
—Yo también quiero que seas eterna.
La reina hizo una mueca, terminó de cepillar el cabello de la princesa e hizo que ésta la observara, girándola por los hombros.
—Yo ya no tengo la oportunidad de ser eterna, pero tú sí: así que no toques ni veas a tu enemigo el sol.
—¿Ya no puedes ser eterna porque ya has tocado al sol?
—Ya he tocado al sol.
La reina se levantó, acarició las mejillas de la princesa y añadió tras dirigirse a la puerta:
—Consume tus vitaminas.
Dicho ésto, la reina desapareció. La princesa permaneció sentada al borde de su blanca cama, observando la pequeña ventana: pronto el rayo aparecería justo delante de ella.
Y así fue.
El rayo de sol apareció casi por sorpresa.
La princesa alzó sus rodillas y dejó caer sus pies descalzos sobre el edredón mientras pensaba en la pregunta: ¿de qué me serviría ser eterna?
Frente a ella ya estaba el veneno, esperándola con altas tentaciones de calor.
Con cuidado, llevó la punta de sus dedos al rayo. Sólo sintió calor, un calor muy suave. No había dolor de ninguna forma, no era como pensaba: no se sentía como las agujas clavadas en la piel transportando medicamentos.
Pronto dejó caer todo el pie, el rayo lo acariciaba.
—¿Así se siente ser envenenada? —se preguntó.
Sin darle importancia al cuento del veneno, se enamoró del calor del sol. Estaba acostumbrada a estar fría, en lugares fríos y pasear en la noche oscura y fría. Pero desde ese día, a la hora que el rayo se asomaba por la ventana para visitarla, ella lo recibía con regocijo y se atrevía a acariciarlo a espaldas de la reina: no se perdía ningún día.
Una noche de otoño, en la que la princesa tuvo autorización de su madre para salir a pasear, conoció a un joven que vagaba por el ya casi vacío reino.
Vestía con un traje azul rasgado. La princesa se sorprendió ante esta vestimenta, tomando en cuenta que el rostro del joven no tenía ningún rasguño.
—¿Qué le ha pasado? —inquirió la princesa.
Ella estaba cubierta por un vestido suelto y largo de color amarillo, encima de éste llevaba una capa blanca que, con una capucha, ocultaba su rostro.
—Estaba en el bosque y caí en una madriguera, perdí mi caballo —explicó el joven—, a usted no la he visto por aquí —comentó, acercándose a ella para intentar observar su rostro bajo la penumbra, pero ésta se apartó—, ¿quién es usted?
La princesa se mantuvo firme y recordó las palabras de su madre.
—Soy la princesa.
El joven, avergonzado, retrocedió unos pasos y se enderezó.
—Creí que la princesa, su majestad, no tenía permitido salir.
—Sólo durante el día.
El joven de azul asintió, levemente, con la cabeza, lleno de curiosidad.
—¿Y se puede saber por qué su majestad no tiene permitido salir durante el día?
—El sol.
El joven que yacía confundido, se confundió todavía más y no se limitó a preguntar el por qué. La princesa blanca le explicó lo que su madre día con día le recitaba, el cuento del veneno del sol y su eternidad.
—Su majestad, no debería meterme en lo que no me compete —comenzó a decir el joven—, es cierto que su belleza y blancura natural deberían perdurar en la eternidad, pero lo que dice la reina acerca del sol, es una rotunda mentira.
La princesa permaneció estática ante las palabras del joven, ¿su madre sería capaz de mentirle? No. Pero un extraño sí.
—¿Y usted con qué derecho asegura eso? —espetó la princesa, cruzándose de brazos.
—Su majestad, al igual que usted, yo soy un príncipe, del reino vecino, mi padre me mandó aquí, a su reino, por cuestiones económicas, llevo ya tres días en sus...
—Con todo respeto, príncipe, pero eso no aclara nada a mi pregunta —espetó la princesa un poco molesta.
—Usted tiene razón, su majestad, pero debía de presentarme ante usted antes de responder, ahora vayamos a que el sol da vitaminas necesarias para...
—Es veneno mortal —volvió a interrumpir la princesa—, que surte efecto poco a poco.
—Eso yo no lo creo.
—Mamá dice que no todos lo saben y que los ignorantes lo negarán.
—Yo creo, en mi humilde opinión, que la reina tiene miedo de que algo le ocurra a usted.