Tontamente nos dejamos llevar por las emociones. Eso hice el sábado por la noche. Me dejé llevar por lo que sentía después de haberme agitado emocionalmente.
Al día siguiente, mamá, papá y yo, nos levantamos temprano para cruzar la frontera y pasar de San Diego a Tijuana. Iríamos a Ensenada a ver la familia de papá.
Naturalmente me costaba entenderlos, ellos hablaban español y, claro, algunos hablaban inglés, pero mi español era tan pésimo como llegaba a ser su inglés.
Me senté en el asiento trasero, mamá manejó y papá iba de copiloto, con un libro en la mano y sus lentes sosteniéndose en el tabique de su nariz. Cantamos canciones de Cri-Cri, cuales mamá dijo que eran de sus favoritas cuando era una niña.
Observé la ciudad de San Diego con gran regocijo en el corazón. Pronto visitaría México una vez más.
A la mitad del camino me quedé dormida, estaba bastante cansada después de la fiesta de Tara, de la cual me había ido a las 11.00 de la noche.
Al llegar a Tijuana, fue un ambiente distinto, los carros iban a gran velocidad y mamá aceleró con gran diversión, pero al llegar a Ensenada todo cambió. Mamá se desesperaba al volante, pitaba y soltaba groserías en un dos por tres.
Cruzamos por La Primera. La avenida estaba llena de personas, más que nada turistas, entre ellos, gringos, cuales iban directo a los bares o compraban adornos mexicanos. La casa de la abuela quedaba cerca de ahí, unas vueltas a la derecha y otras a la izquierda y estaríamos ahí.
Al llegar, un escalofrío me invadió. Las personas que estaban dentro de la casa nunca habían sido malos conmigo, eso estaba claro, pero me costaba estar con ellos. Era demasiado distinta. Si en San Diego, mi ciudad de origen, era un bicho, ¿cómo no lo sería en México?
Entramos a la casa, el olor a tamales inundó mis fosas nasales y recordé lo mucho que amaba la comida mexicana cocinada por mexicanos. Mis primos pronto se aparecieron en la puerta pegando tumbos:
Andrea era la mayor, era blanca, con el cabello rizado y negro cayendo por sus hombros; Renata era la prima del medio, su piel era rosada, tenía el cabello rojizo, unos ojos grandes de color verde y moría siempre por tener pecas en el rostro; Mónica era un año menor, tenía el cabello castaño y corto, su piel era un poco más tostada; luego le seguía el hermano de Renata, Daniel, un niño sonriente, que sí tenía pecas y con el cabello negro, distinto a su hermana; Valeria era la hermana menor de Mónica, se parecían bastante, tenía el cabello castaño y largo, su piel menos tostada que la de su hermana y por último el menor de todos, Juan, el más moreno de la familia, un niño bastante ruidoso.
Cuando nos tomaban fotos a todos, realmente parecía un fantasma a lado de ellos.
Nos saludaron a todos y me guiaron a la sala, donde los tíos estaban sentados con una taza de café cada uno y con sonrisas radiantes. Se levantaron para saludarnos. Luego mamá y papá me llevaron a la cocina, donde encontramos a los abuelos. El abuelo estaba sentado en una de las sillas y la abuela revisaba los tamales.
-¿Ésa que veo ahí es Emma? -preguntó el hombre con los lentes, levantándose de la mesa. Mi papá se rio.
-Está muy grande, ¿verdad? -preguntó, saludando a su papá.
-Totalmente -intervino la abuela, quien me plantó un beso en la mejilla.
Luego me hallé sentada en la sala, observando mi alrededor como una pequeña niña asustada. Todos mis primos me observaban, atónitos. Había pasado tiempo desde que no nos habíamos visto, pero siempre se sorprendían ante mi forma física.
A veces cuchicheaban entre ellos, en español, y no lograba comprenderlos, solamente algunas palabras sueltas como casa, prima, mira. Seguro hablaban de porqué era tan blanca o porqué su tío me había adoptado.
No los juzgaba, pero se sentía incómodo cuando alguien más hablaba de mí como yo solía hacerlo.
Yo me juzgaba a mí misma y me hacía ese tipo de preguntas: ¿por qué yo? ¿Por qué soy tan blanca? ¿Por qué tengo que ser tan fea y anormal? Pero claramente te hacía sentir peor cuando alguien ajeno hablaba de ti, de esa misma forma.
-¿Vamos a estar todo el día mirándola? -increpó Mónica, levantándose del suelo.
-Pues no -respondió Renata, encogiéndose de hombros.
Andrea había ya salido de la sala para ayudar en la cocina, ella estudiaba ya en la universidad, en el centro del país, pero por lo de sus tesis estuvo ahí unos días.
-Bueno, cuéntanos de ti -se apresuró en decir Mónica, quien creía hablar estupendo el inglés.
Bien, contarles de mí, ¿qué debía decirles? lo malo de decir que cantaba, era que, en ese momento pedían que cantase algo o hacían comentarios como: ¿cómo? Si eres tan tímida y seguido, se ríen.
Así que, ¿qué podía decir? Mi vida era aburrida si no quería chismear sobre mi vida amorosa y no quería cantar delante de las personas, así que me hice la tonta y desvié la mirada. Las dos primas de observaron un tanto confundidas.
-Tal vez no te entendió -musito la pelirroja.
-¿Qué? ¿Cómo crees? Habla perfecto el inglés.
Ya quería.
Minutos después, papá me guio a la mesa donde comeríamos los tamales.
Durante todo momento estuve pensando en Clark, en el Slowly, en la noche anterior. No había forma de que sintiese remordimiento, al menos no en México.
Las chicas, al terminar de bailar con Clark, me sacaron a rastras de la pista, llenándome de preguntas sobre qué estaba haciendo. Les comenté de forma rápida nuestro juego y que tal vez eso tenía que ver con eso, luego Ella me pegó un sape en la cabeza mientras explotaba: