Todo comienza de una forma para luego finalizar. Todas las historias, sin excepción. Nada es eterno en este plano. Todo lo que vive en el plano terrenal es destinado a tener un fin.
Todo el día de Halloween fue una carta de despedida a no volver a pisar donde el sol se asoma. Creí estar destinada a pertenecer en la oscuridad y que mi vida, como tal, había terminado. Estar encerrada bajo el manto de la oscuridad era sinónimo de sentirse muerto, sin vida ni propósito.
¿Cuáles eran los planes, realmente, de la vida? ¿Qué no hiciese nada? ¿Mamá de verdad quería que cumpliese mis sueños? Porque estando encerrada no sería así. A menos que, mágicamente, me contraran para cantar en un cabaret francés, algo así como Lucille en Un Monstruo en parís.
Solo que un poco más complicado. Había oído que, después de todo, en Francia el sol no era tan vivo como el de acá y, tal vez, seguro, podría pasear sin ningún problema.
¿Y si usaba una de esas sombrillas? Me vería demasiado Fancy pero valdría la pena, al menos en Francia, en San Diego jamás me atreví, sin embargo era cierto que así sí podría salir sin que mamá, Clark o quien sea se preocupe, ¿no? Además de que tendría la pinta de ser una dama hecha y derecha.
Algunas veces la vida contraataca, pero da oportunidades como nadie podría jamás. Siempre hay una salida a todos los problemas y, a base de eso, existe o no el egoísmo.
A veces prefieres salvar a alguien más que a ti mismo.
Pero ¿eso realmente está bien?
Estuve pensando toda la noche sobre si quedarme de brazos cruzados era la mejor opción. Sería una infeliz que evitaría que algo me pasase, por consiguiente nadie saldría herido. Y, siendo sincera, prefería ser una infeliz encerrada en una torre donde el sol no existe, a que alguna tragedia recaiga sobre las personas que amo y portan mi corazón.
Tal vez no viva las aventuras que quiera, pero al menos lo intenté. Por unos días fui un poco normal. Tuve el valor de enfrentarme y sacar un lado que desconocía de mí misma. Puede sentir el dolor, el amor y la claridad.
Hubiese deseado que eso sí fuese eterno, no que tuviese fecha de caducidad. Pero como dije, todo lo que empieza necesita tener un final.
¿Así es el final de mis aventuras bajo el calor del sol?
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Al levantarme por la mañana, me coloqué el traje deportivo color azul, acomodé mi cabello para que se viese más corto porque, podría bien interpretar a una Rapunzel albina con el largo de mi cabellera; me maquillé ligeramente y salí de la casa para que papá me llevara aquel jueves.
La escuela estaba decorada, ligeramente, con telarañas falsas, arañas de plástico, fantasmas de tela y adornos un tanto extraños. Al llegar al aula dejé mis cosas y me senté en mi lugar, sacando de la mochila el cuaderno con estampado de colores.
Ahí escribí todo aquello que sentía y torturaba mi alma esa mañana. Sacando a relucir el disgusto que mi cuerpo sentía y la seguridad reflejada en mi alma.
Cuando las reposteras llegaron, cada una con sus disfraces de niños de La Fábrica de Chocolate, bajamos al baño para pararnos delante del espejo y comenzar con el maquillaje que Mía aplicaría.
Cabía destacar que Mía tenía dotes para todo eso de la moda, maquillaje y peinado. Sabía de forma muy rápida y sencilla lo que ocupabas y qué te haría ver mejor.
Primero maquilló a Lissa, para darle ese toque chocolatoso que necesitaban sus comisuras, mejillas y barbilla. Luego seguí yo. Estaba nerviosa.
Mía me sujetó y comenzó a trazar con una brocha la parte de mi tabique de la nariz y un poco de las mejillas.
El maquillaje llevó su tiempo y mi cuello se había entumido por la posición en la que me hallaba. No soportaba más el hormigueo que sentía en mi nuca y sentí las repentinas ganas de moverme, masajear y tragar la saliva que se había acumulado, porque también se había vuelto complicado tragar.
Para mi suerte a Mía no le faltó mucho y pronto me soltó, permitiéndome hacer todo lo que debía hacer por mí misma. Luego me observé en el espejo y quedé impresionada, una vez más. Mía sonrió tras de mí, dejándome verla por el reflejo del espejo.
Luego maquilló al resto de forma muy sencilla y, seguido, regresamos al aula donde a penas y quedaba un segundo para entrar. Puesto que la profesora se adentró después de que nosotras pusiéramos un pie dentro.
Clark ya estaba en su lugar, iba vestido de Batman, al verme entreabrió sus labios pero no salió ni una palabra ni sonido.
Tomé mi siento y me clavé en la clase, hasta que las manos de Clark dieron con mi hombro. Giré para observarlo.
—¿Son los niños de Charlie y la Fábrica de Chocolate?
No, somos los Pingüinos de Madagascar.
Esbocé una sonrisa y Clark hizo lo mismo, dándose un brillo en los ojos, reluciendo el niño pequeño de su interior.
—Sí —respondí, asintiendo con la cabeza.
Tara estaba a su lado, soltó una risita, me observó, guiñó su ojo y volvió a prestar atención a la clase.
Creí que no se disfrazaría, porque ningún año iba con disfraz (pronto descubrí que se debía a su padre), pero para sorpresa mía, ese año sí fue vestida. Parecía Lydia Deetz de Beetlejuice.
—¡Amo esa película! —exclamó Clark casi en un susurro.
Solté una risita. Claro, ¿quién no la amaba?
Las clases transcurrieron con aburrimiento. Mi mente, como de costumbre, divagaba en otras cosas que sí fuesen de su interés. Estaba emocionada por salir esa noche a pedir dulces y dejarme llevar por las descargar eléctricas que brindaba la dopamina.
Halloween siempre había sido de mis celebridades favoritas porque se hace de noche. Donde el sol no puede herirme y mamá no está llamándome todo el tiempo. Todos los disfraces (no todos son tenebrosos), los colores iluminados por las tenues luces nocturnas y, claro, el otoño presente.