Llegamos al local más bien tarde que pronto.
—Míralo por el lado bueno, estamos asistiendo a toda una muestra de culturismo.
Óscar alzó una ceja, extrañado.
—Querrás decir de cultur… — Pero calló de golpe. A escasos metros de nuestra posición, un segurata bien cuadrado repartía una somanta de palos.
—Parece que reparte más a siniestro que a diestro…
Entre ocurrencias varias accedimos al interior de la sala.
En la barra del bar nos esperaba el primer show de la velada. Unas chicas se habían subido a ella, y contorneando sus cuerpos al ritmo del rock metalero que sonaba, iban agachándose para repostar la docena de chupitos que hacían las veces de base.
—Angelitos, ¡Jolín!
Óscar, que ya se había hecho con uno de esos, lo escupió parcialmente ante aquel mal chiste.
Íbamos a ver a una banda liderada por un tal Víctor.
—A ver si hoy se dejan la piel… — musitó Óscar.
Pero había que dar la bienvenida a nuestros sentidos a los teloneros, ya bien entrados en materia.
Sin embargo, yo me encontraba hipnotizado por las angelitas de la barra.
Algo debió subirme demasiado como para envalentonarme a ello, pero la actuación de ‘La cabra mecánica’ se mezcló en mi cerebro con el particular espectáculo al que estaba asistiendo.
Acercándome a una de esas altas piernas enmalladas, me dirigí a mi amigo:
—¿Me cabrá mi canica?
Quedamos estupefactos.
Óscar, porque requirió de su tiempo para procesar mi barbaridad.
Yo, porque poco tardó en impactar una botella en mi cabeza.
Al parecer, la segunda parada del concierto iba a ser, irremisiblemente, toda una pelea de bar.
Bien, yo, como soy Óscar, tengo un punto de vista diferente de lo que pasó aquella noche. Primero porque llevaba gafas de sol negras y como el local era oscuro y no veía un pijo (de hecho no iban pijos a aquel sitio sino gente de pinta rara, todos como de tribus urbanas underground). Aparte es que yo estaba lejos, y lo veía todo pequeño. No me dio tiempo de salvar a Victor de ser embotellado, como él ha explicado muy bien. Unos idiotas intentaron distraerme, contando chistes malos, cuando vieron que iba raudo a ayudar a mi amigo, pero como no estaba para idioteces pasé de ellos y hasta pasé de un pequeño semáforo en rojo bajito que hallé mientras iba hacia donde ya había pelea. Pero vamos, aquellos no tenían ni media hostia, y Victor, como había sido monaguillo (muy mono, además, según me comentaba él mismo a veces) tenía aún varias hostias sin consumir que guardaba en un doble fondo de su chaqueta. Total, que le estaba dando para el pelo (peine, champú y de todo). Incluso mareado del botellazo recibido (aunque es cierto que una botella de plástico de agua vacía no hace tanto daño) los estaba poniendo a caldo, consomé y hasta puré de guisantes (que quiere decir que ya no veían, tipo niebla en Londres, entre tanto mamporro). La botella no le había hecho nada, me reconoció después a solas, pero le había despeinado la barba y eso sí que no se lo permite ni al viento.
—¿Y el mareo?
—Micebrinas te lo quitan
—Quiero decir —comenté— que, si el botellazo no te había hecho nada, ¿por qué estabas mareado, Topedoroso Víctor?
—Por los chupitos, claro.
—Entonces me callo.
Y realmente ya no dije nada más. Nos fuimos a urgencias a que nos vendaran y escayolaran todo lo que se nos había roto, y meses después, ya recuperados, proseguimos nuestro camino.
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Editado: 16.04.2021