Tláloc

TERCERA PARTE

Neri salió del museo con la mente divagando entre lo que había visto y lo que ella reconocía como real y tangible. Llegó a su casa esperando encontrar un refugio de sus pensamientos, pero al llegar notó su clóset abierto, y su atención saltó de la neblina de los irreal a lo atemorizante de la realidad. Lo revisó, y se dio cuenta que solo faltaba una cosa. La más importante.

-Mamá ¿dónde están mis zapatillas?

               En el siguiente cuarto Mirna recogía revistas viejas y las apilaba en una bolsa negra de basura cuando Neri irrumpió en la recámara. Su corazón se agitó imaginando el destino de sus zapatillas, el último rastro que quedaba de su antigua vida. Imaginaba los lazos rosas como cuerdas que la mantenía unida a lo que alguna vez había sido su sueño, y que aún en el azote de una tormenta descomunal, solo contemplarlas la devolvía por instantes a aquellos años cuando había sido feliz, más que feliz, cuando había sido plena. Y verdadera. Y ella misma.

-Mamá ¿dónde están mis zapatillas?

               Mirna miró el interior de la bolsa de basura con un asomo de, por primera vez en muchos años, culpabilidad.

-Ya no las vas a usar- dijo como justificación.

               Neri intentó articular palabras, pero no lograron salir de su boca. En cambio, las lágrimas casi la desbordaron. Tantos años contenidos, ahora en una bolsa de basura.

               Más allá de eso, la negación absoluta de su naturaleza, efímera más que sólida, artística más que lógica, a la que siempre se había enfrentado. Vio perderse en la niebla los recuerdos dorados, y  no pudo evitar nadar contracorriente como desde hacía años, como desde siempre, aunque ya no le quedara camino a sus deseos profundos.

               Tomó la bolsa de basura. Su madre quiso retenerla, pero el tiró de Neri fue más agresivo y logró quitársela. Ya no era la niña que bajaba la mirada. Se sintió triste y orgullosa al mismo tiempo. 

               Neri hurgó en el abismo de la bolsa, oscuro como se vislumbraban los días, eternos cuando las manecillas pierden sentido en un mundo sin esperanza. Al fondo, entre trozos viejos de revistas de moda, encontró brillando las zapatillas.

               Se recogió el pantalón, se quitó el suéter, dejando ver un cuerpo forjado en horas de trabajo físico. Se recogió el cabello y se puso las zapatillas, bufando y mirando a su madre a los ojos. Mirna no pudo responder: la maldición generacional se había cumplido, y era ahora más fuerte la hija que la madre.

               Neri se fue caminando hacia el patio. Chocó hombros con su padre pero ni siquiera le dirigió la palabra.

-¿Qué hace?-preguntó José.

-No lo sé- contestó Mirna, siguiéndola.

               Neri salió al patio. Su arrebato chocó de frente con la visión de un mundo sediente. Las flores marchitas, los árboles secos, todo le devolvía desesperanza. Sobre su cabeza, el cielo claro no hacía más que quitarle energía.

               Casi estuvo a punto de volver, pero entonces, vio su reflejo en la ventana. Vio sus brazos, y sus piernas, musculosos y fuertes. Vio su espalda perfectamente recta, y su cuello que como segunda naturaleza había adoptado una posición siempre elegante, siempre gallarda.

               Casi se había perdido entre las hojas secas de su nuevo futuro. Pero aún en el desierto la belleza le da sentido a los días.

               Cerró los ojos. Inhaló aire. Colocó sus brazos frente a ellas dibujando un círculo. Escuchó en su mente una pieza musical. Se puso de puntillas.

               Y bailó.

               Al inició tímidos, luego en tropel, acudieron los recuerdos. Volvió a sentirse como se sentía en el estado más puro de su pasión. No en el cénit de su carrera, sino en su debut. Cuando nadie conocía su nombre, y nadie esperaba nada de ella. Cuando pagaba cuentas con propinas de mesera, y bailar no era más que un deseo desnudo entregado para su propio deleite.

               Los árboles se hicieron butacas, las flores sin vida personas elegantes con los ojos fijos en ella. El piso de cemente se volvió filas de madera que devolvían un choque armonioso con sus pies.

               Y bailó.

 

               Lolita estaba en la entrada del museo cuando un sonido en particular la atrajo. Caminó entre las estatuas de los dioses hasta llegar a la perteneciente a Tláloc. Tardó un rato en detectar de dónde provenía el golpecito rítmico, hasta que su tacto distinguió las gotas de agua se hicieron presentes sobre las cavidades alrededor de la cabeza de la estatua.

               Sorprendida, miró hacia el cielo.

 

               José y Miran también miraron al cielo, donde las nubes grises se agolpaban unas sobre otras. Mientras Neri seguía bailando, un viento fresco inundó la casa. Un estruendo retumbó por todo el pueblo. José y Mirna miraron de nuevo a Neri, esta vez con ojos nuevos.

               Neri plantó los pies, uno detrás del otro, y extendió un brazo con delicadeza. De pronto no hubo tiempo, ni circunstancias, solo la adrenalina de sentirse partícipe de una unión entre el cuerpo y la naturaleza. Como se sentía siempre.

               Alzó una pierna, y quedó de puntillas sobre la otra. Tomó impulso y dio un giro, luego otro, luego otro, y a cada giro su cuerpo tomaba más velocidad, y el viento se volvió más diáfano, y las nubes se ennegrecían.

               Bailó sin mirar a nadie, sin mirar a nada. Solo bailó, y se hizo una con la naturaleza.

               Y cuanto terminó, un escalofrío recorrió su cuerpo: era la lluvia, que por primera vez en mucho tiempo caía copiosa sobre todo el pueblo.



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En el texto hay: fantasia, apocalipsis, dioses antiguos

Editado: 08.11.2020

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