Nino
De entre todas las formas posibles que existen para comenzar una historia de amor, nosotros sin duda, escogimos la más extraña. Si bien no me arrepiento de ninguna de las miles de vergonzosas situaciones que viví antes de conocerlo a él, debo confesar que muchas veces llegué a pensar en mentir sobre cómo se originó todo. Si, modificar algunas cosas, nada tan grave, solo un poco de adornos por aquí y por allá que me permitieran narrar sin sentir que hablaba de una descriteriada irresponsable, aunque he de asumir que eso era en esos días. Por desgracia, obviar la vergonzosa realidad de aquel tiempo restaría sabrosísimos detalles que, estoy segura, ninguna persona quisiera pasar por alto.
La noche en que todo comenzó fue como cualquier otra de día viernes —como cualquier otra, al menos para mi yo de célebres veintiún años—, cargada de excesos y locura. A esa edad me resultaba difícil imaginarme vivir de otra forma, sobre todo porque solo tenía una prioridad en la vida: divertirme. Y es que no concebía alternativas a esa energía que me desbordaba los sentidos. Estaba segura de que no existía nada que llenara mi mundo más que el ruido taladrante de las fiestas en mi cabeza, o de las canciones que adoraba cantar a todo pulmón e incluso la sensación nebulosa del alcohol una vez que llegaba a mí. La monotonía de una vida aburrida y vacía no era para una persona como yo, que había nacido para ser el alma de la fiesta donde fuera que estuviera.
Por lo mismo, lidiar con la resaca o con los pequeños remordimientos que brotaban de mis constantes borracheras, cada vez resultaba más fácil. Sí, a veces pensaba en mis padres que con esfuerzo sobrehumano pagaban mis estudios, y por ende, mi bohemia. Sin embargo, no duraba mucho el sentimiento de culpa, tal vez porque ellos no sabían nada de mi buena vida y mi poca vergüenza. Por ello y como gran acto humanitario, evitaba visitarlos para no mentirles de frente y limité mis llamadas, volviéndolas cada vez más escasas y distantes. Los amaba, claro que lo hacía, pero sabía que la decepción aguardaba paciente su turno a mis espaldas. Y nadie anhela decepcionar a sus padres.
Aquel viernes descontrolado, y luego de cerrar el último bar cerca de las tres de la mañana, me encaminé junto a mis aliados de siempre hacia una casa que no conocía aunque pertenecía a uno de mis mejores amigos: Tomás. Pólvora y gasolina, eso éramos al estar juntos. Una perfecta y destructiva dupla que potenciaba la locura de todo aquel que nos acompañara. Nos hicimos amigos el mismo día en que nos presentamos al ingresar a la Facultad de Arquitectura, hacía ya casi cuatro años, y podría asegurar que ambos recordábamos muy bien aquel instante, pues éramos sin dudar, el reflejo exacto del otro. No en términos físicos, por supuesto, partiendo del hecho de que él era un guapo muchacho y yo una desaliñada jovencita. Aunque en lo desaliñados tal vez si nos parecíamos.
Su casa estaba al otro lado del río Bío Bío, en un barrio acomodado, lleno de gente buena, con familias cien por ciento funcionales y bien constituidas, y por supuesto, cachorros insoportables y engreídos en las ventanas de las casas, que eran todas individuales, nada de casas pareadas ni grupitos de jóvenes en las calles. En ese barrio, vivían familias decentes, con hijos decentes y mascotas decentes. Antes de entrar, miré a Tomás y reí. Todo el ambiente era pulcro, demasiado ordenado para no pertenecer a un escenario de un catálogo de decoración, con ambiente sobrio, minimalista y aburrido. ¿Cómo mi querido amigo, ese desastre de persona, podía venir de un lugar así? Él no calzaba con esa casa. Él era como yo, un desequilibrado muchacho de pelo rizado que bebía alcohol con los pies sobre la mesa.
Una vez dentro, Tomás no nos pidió silencio, pero nos hizo pasar con rapidez hasta su patio, donde había una pequeña terraza ideal para una noche de fiesta. Éramos siete, pero solo recuerdo bien a Francisco, Andrea y una chica más de un curso inferior al nuestro y dos tipos que ni idea tengo de dónde salieron pero que aportaron muchos packs de cerveza. Fue imposible negarse.
Con rapidez, las cervezas comenzaron a avanzar entre nosotros mientras nuestras risas inundaban el lugar tratando de diferenciarse de la música ya bastante alta. Tomás y yo todavía estábamos alejados el uno del otro, hasta que la primera pareja abandonó la fiesta, dejando un espacio vacío junto a mí en el enorme sofá.
—¿Quieres otra? —preguntó Tomás acercándome una botella.
Le sonreí. Sabía que ese sofá no se estaba moviendo y que era mi borrachera la que provocaba tanto alboroto en mi cabeza. En ese punto, sabía que debía detenerme, porque además de una horrible resaca, continuar con el alcohol solo provocaría un final que ambos conocíamos. Siempre era igual una vez que nos embriagábamos: Tomás o yo nos poníamos cariñosos y de alguna forma no tan misteriosa volvía a caer rendida a sus besos y ¡bum! el caos.
—Bien, pero solo una.
¡¿Solo una?! Pensé mientras —con una gran sonrisa— asentía para aceptar, sin que me importara el haber estado enumerando los contras de recibir una cerveza más. Me regañé a mi misma una y otra vez al mismo tiempo que destapaba saboreando mi deliciosa botella de 350cc con 6,6º de alcohol. Me prometí que sería la última, pero esa última se transformó en una, y otra, y otra. Como siempre. Así, sin notarlo, Tomás comenzó a acercarse. Primero jugó con mi cabello, luego elogió mi perfume, y en cuestión de segundos, lo tenía intentando besar mi cuello.