Todo lo que quiero decirte

Capítulo dos

Unos pequeños golpes en mi espalda y ronroneos conocidos me hicieron soltar un gruñido desde lo más profundo de mi garganta. Bostecé llevándome una mano a la boca. Mi gata pegó un salto y se tumbó junto a mi pecho y aproveché para acariciarla, ya que no solía tener demasiado tiempo.

—Vela, ¿qué haces despertándome tan tempra...? ¡Oh Dios mío, son las diez!

Salté corriendo de la cama bajo la atenta y confundida mirada de mi gata. Deslicé las cortinas soltando un quejido cuando la luz solar me cegó los ojos y corrí hacia mi armario. Saqué varias prendas de ropa y, después de unos segundos visualizando mi posible atuendo, procedí a cambiarme tan rápido como pude

—Hoy no hay café —me dije a mí misma—. No te lo mereces.

Recogí los libros y mis bolígrafos de mi escritorio y los metí en el bolso. Me dirigí a la puerta, pero antes de abrirla me giré.

—No creerás que me iba sin despedirme, bombón. 

Me agaché para acariciar a Vela, quien me respondió con un maullido. Me apresuré por llegar al ascensor, pero recordé que no funcionaba y corrí escaleras abajo.

—¡Buenos días, Marcos!

No conseguí llegar a primera hora y lloriqueé sentándome en un banco fuera del aula. Escuché la puerta abrirse y Ana apareció, sonriéndome al verme. Solté un suspiro aliviada de que fuera ella.

—¡Aurora! ¿Qué te ha pasado? —se acercó a mí y me arregló el pelo con los dedos, intentando desenredarlo—. No te preocupes, al llegar a casa te paso mis apuntes.

—Gracias —susurré haciéndole sitio en el banco—. ¿A dónde ibas?

—Oh, cierto —rió volviendo a levantarse—. Al baño, ¿me acompañas?

Asentí y caminamos a paso lento por el oscuro pasillo. Me abracé a mí misma, había olvidado coger un abrigo y ahora me moría de frío. Me mordí el labio, avergonzada de preguntarle a Ana si me podía prestar el fular morado que llevaba al rededor del cuello como accesorio. Llegamos a los aseos y la acompañé dentro. Mientras ella entraba en un cubículo aproveché para mirarme en el espejo y el rostro que me recibió me apenó un poco. Tenía unas bolsas oscuras debajo de los ojos y los labios morados y entrecortados. Además, tenía el cabello como si me hubiera electrocutado, a pesar de los intentos de Ana por arreglármelo. Estiró de la cadena y yo fingí lavarme las manos, fijándome en mis dedos. Estaban rojos y llenos de heridas, debía dejar de morderme las cutículas o cogería una infección. Ana se situó junto a mí y esbozó una sonrisa que intenté devolver, pero pareció forzada.

—Ten, sé que te estás helando —dijo quitándose el fular y poniéndomelo al rededor del cuerpo.

—Gracias —sonreí bajando la mirada.

—Tengo que entrar de nuevo, nos vemos en un rato —se dirigió a la puerta y la abrió, dejándome oír la fuerte voz del profesor de anatomía y despareciendo una vez la cerró.

Cerré los ojos y me escurrí en el banco, deseando volver a mi cama y taparme con las sábanas. Me aferré al fular que desprendía el característico olor de Ana. El timbre de mi móvil retumbó en el silencio de la facultad y me apresuré por contestar.

—¿Sí? —me llevé los dedos a la boca y empecé a morderme las cutículas. Sé que hacía solo unos minutos que me había comprometido a dejar de hacerlo, pero no podía evitarlo.

—Aurora —la voz de mi madre resonó en mi cabeza.

—Hola, madre.

—¿Por qué no estás en clase? —preguntó y me la imaginé quitándose las gafas y cruzando las piernas.

—Yo... tú me has... —balbuceé, sin encontrar las palabras exactas.

—¿Has vuelto a llegar tarde? ¿Pero cómo puedes ser tan irresponsable? ¿Sabes todo lo que hemos sacrificado para que tengas el futuro que te mereces? Eres una desagradecida —espetó furiosa. Se me formó un nudo en el pecho—. Dime, ¿es que quieres acabar viviendo debajo de un puente?

—Madre, ayer... —intenté explicarme.

—No, guárdate las excusas para ti —me interrumpió. Me mordí la lengua, sintiendo las primeras lágrimas bajar por mis mejillas hasta mi mandíbula, cayendo al suelo.

—Lo siento, madre.

—Ahora mismo no puedo ni escucharte.

Entonces el tiempo se detuvo y solo podía escuchar mi respiración acelerada, dando grandes bocanadas para intentar que algo de aire entrara en mis pulmones, pero parecía que este se había congelado. Mi cabeza empezó a dar vueltas y notaba el aire a mi alrededor más denso de lo normal. Mis extremidades empezaron a temblar y tuve que sujetarme con fuerza al banco para no caerme. El timbre sonó, señalizando el fin de la clase, y la gente empezó a salir del aula.

—Tengo que volver a clase —logré pronunciar escondiendo mi rostro bajo mi cabello.

—Ya veo que solo acudes cuando te conviene —chistó—. Me has decepcionado mucho, Aurora, espero que no se vuelva a repetir.

Las lágrimas continuaban cayendo y tuve que concentrarme para que el móvil no se resbalara de mis manos. Incapaz de responder, me quedé en silencio, hiperventilando, en busca de cualquier mínimo hilo de aire.

—¡Aurora! —exclamó, haciéndome brincar.

—Te lo prometo, madre.

—A ver si es verdad —colgó.

Procurando que nadie viera el estado en el que me encontraba, cogí mi bolso y esquivé a la gente hasta llegar al baño y encerrarme en un cubículo. Cerré la puerta con pestillo y me deslicé por la pared hasta sentarme en el suelo. Poco me importaba que estuviera pringoso. Ahogué un sollozo tras otro mientras apretaba las piernas contra mi pecho, abrazándolas por las rodillas y hundiendo mi cabeza en ellas. Todo tipo de pensamientos intrusivos golpeaban mi mente sin darme un respiro, siendo el más piadoso "no mereces volver a ver la luz del sol". Sintiendo cómo me asfixiaba y empezaba a acalorarme, decidí poner en práctica los métodos que había encontrado por internet sobre cómo parar un ataque de ansiedad: "controla tu respiración". ¿Y cómo narices hacía eso? ¡Esto no servía de nada! Iba a morir allí. Clavé las uñas en mis piernas e intenté recordar otros trucos que había leído. "Relaja tus músculos", "aprieta un cubito de hielo", "imagina tu lugar feliz"... ¡Eso es! ¡Mi lugar feliz! Espera, yo no tenía lugar feliz. Venga, Aurora, piensa. Tu lugar feliz, tu lugar feliz... 




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