—Esto es una pocilga, Aurora.
Mi madre había venido a verme como cada día uno de cada mes. Era el único momento del mes que mi madre me trataba como una hija y no una máquina de estudios. Aprovechábamos para ir de compras y hacernos la pedicura. No es que me apasionara en demasía, pero si conocierais a mi madre sabríais que no podía negarme a nada.
—Perdona —contesté colgándome en el hombro el pequeño bolso de Prada que me compró el mes pasado. La noche anterior me quedé dormida estudiando para el examen del miércoles y olvidé por completo recogerlo todo—. Después lo limpio.
—¿Para qué limpiarlo tú si tienes asistenta?
Me di un golpe mentalmente por no haber recordado decírselo antes.
—La despedí —solté una risa nerviosa—. No la necesito.
—Claro que sí —señaló la cocina—. Te buscaré una nueva.
—Madre, no, por favor —supliqué.
Nunca se lo diría, pero amaba pasar tiempo a solas. Solas Vela y yo. No quería tener a alguien que no conociera rondando por el apartamento y tener que estar tensa a cada minuto. Después necesitaría horas para que el fisioterapeuta me arreglara la espalda y no tenía tiempo para malgastarlo en eso.
—Aurora, ¿qué te digo siempre? No discutas, estás más bonita asintiendo.
Respiré hondo aceptando la derrota y la seguí escaleras a bajo. Recé para no encontrarnos con Hugo, pero otra parte de mí quería cruzármelo y sentir cómo mi corazón bombeaba con fuerza. Era lo único positivo por lo que merecía sufrir taquicardia.
Llegamos a la recepción con mi madre maldiciendo a los ingenieros por no haber arreglado el ascensor en dos semanas. Pasó de largo y salió del edificio mientras yo saludaba a Marcos con la mano. Cuando salí giré la cabeza hacia la derecha buscando a mi madre hasta que la vi hablando con una mujer. Me giré de espaldas a ellas y bajé la mirada a mi móvil, fingiendo que hablaba con alguien cuando en realidad estaba mirando el carrete de fotos.
—¡No, Coby!
De pronto, algún tipo de cordón se enrolló en mis piernas y perdí el equilibrio cayendo hacia atrás. Sin embargo, cuando creí que caería de bruces al suelo, un brazo me agarró de la cintura y me impulsó hacia delante, chocando contra algo o, más bien, alguien. Subí la mirada y descubrí aquellos ojos avellana que me quitaban el sueño por las noches. Entreabrí los labios sorprendida, estábamos exageradamente cerca y podía oler su fresco aliento a menta.
—Perdona, Aurora.
Se alejó y se agachó seguido por mi mirada para empezar a desenredarlo. No era un cordón, era una correa. La correa de un precioso y pequeño labrador negro. Ahogué un grito y cuando terminó me puse de cuclillas para acariciarlo. El perro se levantó sobre sus dos patas traseras y se abalanzó sobre mí, lamiéndome el rostro mientras yo reía. Al posar de nuevo mis ojos sobre Hugo lo descubrí mirándome con una sonrisa, pero al darse cuenta sacudió la cabeza y se aclaró la garganta.
—Coby todavía no sabe que cuando le digo "para" tiene que hacerlo.
—No te preocupes, ¿es tuyo?
Creo que esa había sido la pregunta más tonta que he hecho en mi vida. No, mentira. Esa fue la de preguntarle a mi prima con ocho años si estaba segura de que su padre era su padre cuando estábamos ebrias de azúcar. Pero Hugo rió, lo que me calmó.
—Fue un regalo de mi madre.
Mi madre. Abrí excesivamente los ojos y me levanté torpemente. Sonreí nerviosa y me giré hacia donde la había visto hablar con su amiga.
—Tienes que irte —dije atropelladamente.
—La calle no es tuya, ¿sabes? —bromeó.
Negué con la cabeza al tiempo que fruncía las cejas y los labios.
—Por favor —supliqué—. Mi madre no puede verte.
Siguió mi mirada y asintió, mostrándome una sonrisa ladeada.
—Está bien, prefiero no tener que oírla decir que seguro tengo más pulgas que mi perro.
—Gracias.
Respiré hondo sintiendo como el nudo que se había formado en mi pecho iba despareciendo. Él sonrió de nuevo y acercó su rostro al mío, dejando un suave beso en mi mejilla.
—Hasta luego, Aurora —susurró.
—Adiós.
Acaricié una vez más a Coby y los observé marcharse mientras el perro le ladraba emocionado a una niña que pasaba por su lado, asustándola y haciendo que su helado cayera al suelo. Me mordí el labio aguantando la risa viendo cómo Hugo se disculpaba con la madre, que limpiaba las lágrimas de su hija.
—¿Vamos?
Mi madre apareció a mi lado y, sin esperarme, empezó a caminar hacia una tienda. La seguí en silencio y deseando que el día acabara rápido, pues pasarlo con ella no era el hito de mi semana como comprenderéis. Pasamos unas horas yendo de tienda en tienda mientras mi madre daba órdenes y discutía con los empleados. Yo me quedaba atrás, muda, como siempre, y con la cabeza agachada.
—Pruébate este —ordenó.
Me lanzó un vestido rosa de lentejuelas que detesté al instante, mas no discutí y busqué la etiqueta. Abrí excesivamente los ojos al ver la talla y dudé en manifestar mi incomodidad.
—Madre —la llamé, estirando suavemente de su chaqueta—, esto no me entrará.
—¡Claro que sí! No seas tonta —exclamó pegándome un leve golpe en el brazo—. Mira, aquí tienes más prendas de la misma talla.
Mordí el interior de mi mejilla atemorizada de lo que mi mente se imaginó que pasaría en cuanto mi madre viera que, efectivamente, no me entraba la ropa y descubriera que no había bajado de peso como ella me había recomendado. Más bien, como me había ordenado.
Luche por conseguir que la camiseta roja de tirantes pasara por mi pecho, pero después de varios minutos acepté la derrota y pasé a otra prenda aprovechando que mi madre había ido a buscar un vestido que había olvidado. Subí los pantalones vaqueros por mis piernas y empecé a emocionarme al creer que estos pasarían, pero no subieron de mis caderas y me dejé caer en el banquillo del probador notando las lágrimas picar en mis ojos.
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Editado: 27.07.2023