Aaron Bassil se encaminó con paso firme al interior de su empresa que llevaba su apellido por nombre. “Bassil” la mayor exportadora de duraznos en todo el continente americano. Lanzó un saludo discreto hacia su secretaria; una mujer de cuarenta y cinco que amaba hacer de madre, dándole regaños y miradas reprobatorias cada que tenía oportunidad, sin embargo, no lo era; no era su madre.
Nunca había tenido una en realidad. Su madre murió el día en que él nació. Quizá su tormentoso destino había sido marcado desde aquel día. Nació maldito, tocado por la muerte, se había escapado a duras penas de sus manos gélidas, pero aún hasta la fecha seguía persiguiéndolo…
Carraspeó en un intento por regresar al presente. Entró a la oficina principal, nunca habría podido imaginar que ocuparía aquel asiento, de haberlo sabido no habría permitido que lo tratasen de la forma en que lo hicieron en el pasado. Todo sería muy distinto si supiéramos dónde terminaremos, pero como esas cosas son imposibles, lo único que nos queda es tratar de avanzar.
—¡Jean! —soltó alegre al mirar aquel viejo hombre esperando en el sofá de su oficina personal. Se acercó hasta él y lo rodeó en un afectuoso abrazo. Su cuerpo parecía más débil desde la última vez que lo había visto.
—Hijo mío... —susurró el viejo entre risas cansadas y ásperas.
—¿Ha pasado algo?
—No, sólo quería ver a mi muchacho.
Jean le dio un par de palmadas fraternales, al tiempo que lo miraba con nostalgia.
Hacia bastante tiempo que Aaron no iba a verle, a veces las múltiples ocupaciones en el trabajo y todo lo que conllevaba el éxito lo hacían olvidarse de lo que verdaderamente importaba. Aaron abrazó nuevamente a su padre, pero esta vez llevado por el arrepentimiento; todo se lo debía a él. Pensó en lo mucho que le gustaría visitar más seguido a Jean, pero mantener un emporio como el que había construido necesitaba de toda su concentración. Cuando volvió a mirarlo una sombra de duda en los ojos oscuros del anciano lo hizo ponerse alerta.
—Me ocultas algo padre —soltó, llamándolo de aquella forma que lo hacía pensar en otro hombre, pero que hacía brillar los ojos de Jean con alegría.
—Ha llamado el señor Leonardo Castelli, quiere asociarse… —lo miró entonces, preocupado y amable, era una mirada con la que Aaron había crecido —. Vengo a pedirte que no aceptes —soltó, directo y sin rodeos,
Había muy pocas cosas que Aaron no haría por el hombre frente a él, finalmente, siempre ocuparía un lugar muy grande en su herido corazón, sin embargo, lo que acababa de salir de su boca; esa petición llena de incoherencia y bondad, le resonó en la parte posterior del cerebro. En ningún escenario posible dentro de aquel universo él dejaría pasar una oportunidad como aquella. Hacía bastante tiempo que no escuchaba la mención de ese nombre, pero ante su solo recuerdo se tensó. Para Aaron aquel nombre era sinónimo de infierno, de maldad y disgusto, y teniendo una opción abierta y miles de ideas comenzando a formularse en su cabeza, tuvo que poner todo de sí mismo para volver a la realidad. Y la realidad era que jamás aceptaría dejar pasar su primera oportunidad de vengarse.
—Por supuesto que no aceptaré —pronunció, solemne, pero en su interior una presión comenzó a crecer, una sedienta y anhelante sensación —. No aceptaría ser socio de ese hombre ni muerto. Sin embargo, padre, no me negare a verle —aquello en realidad, acababa de decidirlo.
Pero ya saben aquello de que a los enemigos es mejor tenerlos cerca. Quizá pretender estar considerando una asociación era la mejor forma de acercarse a Leonardo Castelli y destruirlo.
—Aaron… Eso no está bien.
Jean se apartó unos pasos, su cuerpo agobiado parecía aún más cansado.
—¿Sabe quién soy? Bueno, no respondas, seguro no lo sabe, de lo contrario, no llamaría
—Siempre has tenido esa sed de venganza tan tonta... va a terminar contigo. Te lo he dicho mil veces; debes perdonar y seguir
—Leonardo Castelli dejó morir a mi padre… Me quitó todo lo que tenía y lo que podría haber llegado a tener. Jamás lo perdonaré —sentenció, sintiendo la boca seca y la garganta apretada ante la sola mención de su padre; su primer padre…
Otra cruda realidad que atormentaba a su golpeado corazón; la sed de venganza era el mal que mantenía su alma rota podrida. No podría ser distinto, porque ahora veía su oportunidad a unos pasos de él y aquello no podía desaprovecharlo. No podía no hacer justicia por toda su felicidad robada, por los latigazos en la espalda y por las lágrimas frías de su versión de catorce años… Había llegado su momento y pensaba hacer valer cada segundo.
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Editado: 07.01.2022