Aaron Biancó
(14 años)
Una brisa primaveral recorría todo el ambiente. Las hojas de los árboles se movían salvajes y él solo podía contar los pasos que quedaban entre ellos y la casa de los Castelli.
Miró a su padre de reojo, su cabello desordenado y sus zapatos demasiado gastados, sus manos gruesas por los callos que le dejaba el arduo trabajo. Una capa fina de sudor ya comenzaba a recubrir su frente llena de líneas. Él era todo lo que Aaron admiraba, era todo lo que aquel pequeño tenía.
Aaron suspiró, pensando en lo mucho y poco que le gustaba ir a trabajar con los Castelli. Solo esperaba que esta vez el señor Castelli pudiese darle el pago que merecía a su padre. A veces, antes de quedarse dormido, aunque fuese inútil, se preguntaba cómo un hombre puede tener tanto dinero y ser tan malo con sus empleados. Quizá ahí mismo estaba su respuesta, tal vez si el señor Castelli era demasiado dadivoso con el dinero, terminaría siendo pobre como ellos. Ese podría ser el mayor miedo de Leonardo Castelli, de cualquier manera, eran solo suposiciones de un simple chico.
Su padre era el encargado del jardín y la mayoría de los desperfectos que surgieran en la enorme casa; tuberías rotas o gabinetes desoldados. Marco Biancó mantenía el orden y funcionamiento de aquella edificación y Aaron se ocupaba de las caballerizas, la parte fea, la parte olorosa y… desagradable.
Aaron caminaba alegre. Solo sonreía ante la promesa de ver a Roma Castelli, ayudarla a escapar de su rígida institutriz, correr hasta el río tomados con fuerza de las manos para llegar al mismo tiempo y lanzar piedras haciéndolas rebotar en la superficie. Era su actividad favorita. Roma era lo único que le gustaba de los Castelli y su mejor razón para ir a aquella casa, además del deber de ayudarle a su padre, claro.
Leonardo Castelli se empeñaba en recordarle que por su clase social no era digno de estar con su hija, si lo descubría intentando conversar o si al menos lo encontraba mirándola, golpeaba su rostro con desprecio.
—Haz tu trabajo muchacho estúpido —escupía las palabras con desdén sobre el rostro joven e inocente del chico.
Aaron no le daba demasiada importancia, los golpes y las malas palabras dolían menos que un día sin ver los ojos azules de la niña. Roma era su mejor amiga, era su compañera de aventuras y su más grande regalo de la vida. Aaron veía en Roma todo lo hermoso que nunca había tenido, ella era dulce y compasiva, se reía de sus chistes y guardaba las figurillas de madera que él le regalaba; rústicos pajarillos tallados a mano, mariposas inmóviles de color marrón. No eran nada comparado con todo lo que ella tenía, pero a Roma no le importaba...
—Creo que deberíamos huir —dijo una tarde la chiquilla, ella tenía apenas trece años, uno menos que el chico alto y delgado a su lado.
—Extrañarías tu casa —intentó hacerla reflexionar, aun cuando no entendía de dónde había surgido la sugerencia de la rubia.
—Escuché a padre decir que me enviará a un internado para señoritas, ya no volveremos a vernos... —confesó ella, entreteniéndose en su cabello dorado.
Roma no quería marcharse por una única razón; el niño de las caballerizas. Su amigo Aaron, que le regalaba alegría pura. Su casa siempre la hacía sentir gris y austera, pero cuando Aaron aparecía sentía al fin que podía respirar. Era un atrevimiento repentino eso de pedirle que escaparan juntos, pero, había pensado mucho en ello la noche anterior. Roma no quería que la alejaran de él. En ese mismo instante, dejó de jugar con su cabello y observó la expresión confundida de su acompañante. Deseó poder inclinarse y posar los labios sobre la mejilla polvosa de Aaron. Su joven e inexperto corazón desconocía y temía a la presión anidándose en su pecho, pero había leído sobre ello en los libros que su institutriz le tenía prohibido husmear, había leído sobre el amor…
Es una sensación mágica, dolorosa y punzante, era lo que ella sentía cada que miraba a Aarom. Aun cuando él llevaba el rostro manchado de tierra, Roma encontraba hermosas sus facciones aniñadas. Así que estaba dispuesta a dejar todo atrás, quizá solo lo estaba porque su edad era demasiado corta e inocente para pensar racionalmente, pero durante aquellos años ella había aguantado el olor de los desechos de los caballos, los gritos agudos de su institutriz y las miradas decepcionadas de su madre silenciosa cuando volvía a casa con el cabello enmarañado por correr. Soportaba todo por solo mirar los ojos grisáceos y escuchar los malos chistes del chico a su lado.
Aaron la miró, la tristeza inundando su semblante lo hacía lucir como uno de los pájaros que él le había regalado; el pico caído y los ojos muy abiertos.
— ¿Por eso quieres escapar?
—Si, de esa manera podríamos casarnos cuando seamos mayores... —soltó la pequeña, mirándolo, una dulce e inocente confesión.
—Pero tu padre estaría muy enojado.
—Pero yo sería feliz... —soltó con dulzura — ¿Tú serias feliz, Aaron? ¿Te casarías conmigo algún día? —sus ojos del color del cielo lo miraron fijamente, ignorando todos los consejos de su vieja institutriz sobre que las chicas no deben dar el primer paso.
Aaron la miró, con el corazón lleno de añoranza y alegría, una sonrisa temblorosa hizo brillar su rostro manchado por el hollín y la tierra.
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Editado: 07.01.2022