Tormenta solar

Capítulo III - Madrid

El volvo de Jaime tenía siete plazas. Javi y Borja se sentaron en la última fila y Diego y Álvaro en la del medio. Los niños, ajenos a los problemas de los adultos, jugaban con las videoconsolas, que cargaban en el mechero del coche. Durante los primeros kilómetros, hasta llegar a la autovía, apenas se cruzaron con un par de vehículos. Nora iba callada y pensativa, con la vista perdida en el paisaje palentino. Le llamó la atención la larga fila de tanques militares, dirigiéndose en dirección sur, y las colas de vehículos intentando repostar en las estaciones de servicio.

Jaime, a su lado, conducía despacio. Le pareció extraño ya que le gustaba la velocidad y lo habitual era que ella tuviera que pedirle que levantara el pie del acelerador.

─¿Le pasa algo al coche?

─No, sólo trato de economizar el consumo de combustible. Aunque hay de sobra para el viaje, quiero tener una reserva para movernos por Madrid. Ya has visto cómo están las gasolineras. Ojalá nuestra zona no esté afectada, pero mucho me temo que el problema sea general.

─¡No digas eso! ¡Por Dios! ─dijo ella mordiéndose los labios.

Diego viajaba adormilado. Al oírlos se incorporó a la conversación. Mientras Jaime y él debatían sobre temas técnicos relacionados con la electricidad, Nora pensó en su familia. En dirección contraria a la que se dirigía, en el norte, en una pequeña localidad de Vizcaya estaba su casa.

 

 

Comenzaba a caer la tarde cuando entraron en la comunidad de Madrid. La oscuridad no permitía ver las poblaciones a ambos lados de la carretera. Sólo la imagen de una gran serpiente eléctrica, dibujada por los focos de los coches, avanzando hacia la capital.

─Tenía la esperanza de que no hubiese afectado a Madrid ─comentó Nora forzando la vista buscando las torres─. ¡Dios mío!, ¿qué vamos a hacer?

─No asustemos a los niños ─Jaime se puso a cantar. Intentaba rebajar la tensión entre los pequeños. Hacía un rato que habían levantado la vista de las pantallas y preguntaban por el motivo de aquella oscuridad.

Una vez en la calle Arturo Soria, Jaime aparcó a unos metros de la entrada a la urbanización. Iba a dejar a Diego y Álvaro antes de proseguir el camino a su casa.

Fernando detuvo el coche en paralelo y bajó la ventanilla.

─Si queréis subid un rato. Preguntaremos a los vecinos qué ha pasado y pensamos qué vamos a hacer.

Diego aceptó al instante. Marina y él vivían en el portal de al lado. Jaime dudó unos segundos. A ellos les quedaba un trecho hasta la calle Velázquez, pero ante la insistencia de Nora, cedió.

El exterior estaba completamente oscuro. Les pidió que permanecieran dentro del coche mientras él cogía la linterna del portamaletas. Luego abrió las puertas para ayudarlos a bajar e iluminó el camino.

─Agarraos fuerte de la mano. Vamos a hacer una cadena.

─Papi, ¡qué miedo! ─lloriqueó Borja apretando con fuerza la mano de su madre.

Recorrieron, casi a ciegas, el sendero que conducía al edificio. En el portal, los esperaba el resto. La linterna de Jaime era potente. Iluminó con ella los peldaños de la escalera y organizó a los niños en procesión como si se tratara de una aventura. El haz de luz los ayudó a llegar a la primera planta. Entraron a tientas en el salón. Alguien chocó con un mueble, con una puerta, se oyó algún quejido, algún juramento…

Lucía cogió un par de velas de olor de la alacena y pidió fuego. Diego era un gran fumador y siempre llevaba consigo un mechero. Prendieron las mechas y dejaron una sobre la mesa del salón y la otra en el cuarto de Celia. Las mujeres se quedaron con los niños, mientras los hombres iban a preguntar por lo ocurrido.

Los vecinos del piso de al lado eran mayores, entrados en la década de los ochenta. Fernando golpeó con los nudillos varias veces la puerta.

─¿Quién llama? ─Tras unos minutos se escuchó al otro lado.

─Antonio, soy Fernando.

Los dos ancianos estaban en pijama, cubiertos con una bata de franela y calzados con unas zapatillas de lana a cuadros. El hombre sostenía con mano temblorosa una vela encendida. La oscuridad en el descansillo era abrumadora. Cinco personas iluminadas por la luz de una linterna y de una vela. El resto, negrura.

─Acabamos de llegar de viaje. ¿Qué tal estáis? ¿Sabéis qué ha pasado?

─¡Cuánto me alegro Fernando de que hayáis vuelto! Algo sabemos y no es bueno. Esta mañana, cuando Pepi y yo nos hemos despertado, no había luz ni agua. Tampoco funcionaba el teléfono, ni la televisión, ni la radio. Hemos bajado al jardín para enterarnos qué ocurría. Junto a la fuente se agrupaban unos cuantos vecinos. Nadie sabía nada. Ni siquiera el presidente de la comunidad, que estaba al frente de la reunión. Luego se acercó un señor del portal de enfrente y dijo que sabía por una autoridad que una tormenta solar ha afectado a la Tierra. Se recomendaba cerrar bien las puertas de las casas para evitar robos.

Jaime se abrió paso e interrumpió al anciano.

─¿Han dicho dónde nos podemos informar?

─Sí ─contestó la mujer─. Mañana por la mañana darán información en los lugares más céntricos de la ciudad.

Nora, Lucía y Marina salieron al descansillo.

─Cariño, no sabes lo que me tranquiliza que hayáis vuelto ─La mujer abrazó a Lucía─. Eres como una hija para mí, y los míos están tan lejos… Dios quiera que estén bien.

─Seguro que sí ─Lucía acarició con ternura sus manos─. Pepi, que para cualquier cosa que necesitéis, estamos al lado.

─Gracias, cariño. Antonio y yo hemos decidido que hasta que vuelva la luz vamos a pasar las horas de oscuridad en la cama. Nos da miedo caernos y además hace mucho frío. ¿Y tus padres? ¿Sabes algo de ellos?

─Nada. Espero que se estén arreglando bien. A papá lo operaron hace días de la cadera ─La voz de Lucía se quebró─. Mañana iremos a Majadahonda a verlos.

Fernando interrumpió la conversación, diciendo que era hora de preparar la cena.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.