Torres de Hielo y Fuego

Capítulo 1 – El incendio de Drachenhold

Las llamas devoraban los muros ancestrales de Drachenhold, la fortaleza de la Casa Veyndral, mientras el rugido del mar se mezclaba con los gritos de la batalla. El cielo nocturno estaba teñido de rojo, como si los dioses mismos hubieran derramado sangre sobre las estrellas.

Saera Veyndral corría por los pasillos cubiertos de humo, el corazón latiéndole con fuerza, el brazo izquierdo ardiendo por una herida reciente que apenas había sido vendada. Cada rincón del castillo que conocía desde niña ahora era un campo de muerte: tapices arrancados, cadáveres de sirvientes y soldados, piedras negras resquebrajadas por el fuego enemigo.

La guerra que se había gestado durante años había estallado finalmente. La Casa Veyndral, que reclamaba el derecho al trono del continente de Eryndor, estaba siendo sitiada por los ejércitos de la Corona Esmeralda, sus rivales mortales. Y aquella noche, Drachenhold se había convertido en el blanco de la furia verde.

Saera sabía que no debía mirar atrás, pero lo hizo. Vio cómo una torre se desplomaba, llevándose con ella siglos de historia y un estandarte rojo y dorado con el emblema de su casa: un sol naciente rodeado de llamas. La imagen se le clavó en el pecho como una daga.

—¡Mi señora, por aquí! —una voz masculina la llamó, entre el estrépito.

Era Ser Deynar, uno de los pocos caballeros que aún quedaban en pie defendiendo su huida. Tenía la armadura manchada de sangre, el rostro tiznado de hollín, pero aún sostenía la espada con firmeza. La instaba hacia un pasadizo oculto, uno de los corredores secretos que su madre le había mostrado en la infancia “por si alguna vez el fuego caía sobre ellos”.

El fuego había caído.

Saera apretó los dientes y lo siguió, el cuerpo debilitado por la fiebre que ya empezaba a encenderle la piel. Cada paso era una batalla contra el cansancio y el dolor. El aire denso de humo la hacía toser, la garganta le ardía, pero la rabia en sus venas la mantenía en movimiento.

No puedo morir aquí. No hoy. No mientras el nombre Veyndral aún exista.

Al salir al patio inferior, el horror fue mayor. El ejército enemigo había traspasado las puertas y los estandartes verdes de la Corona Esmeralda ondeaban ya sobre cuerpos caídos. Había sangre en la nieve —porque aquella noche incluso la costa se había vestido de blanco—, y el sonido de las espadas contra las espadas era como un martillo golpeando sin cesar en su cabeza.

De pronto, un jinete enemigo apareció frente a ellos. Blandía un hacha y lanzó un rugido de triunfo al verlos. Ser Deynar se interpuso, gritando a Saera:

—¡Corre!

El choque fue brutal. Saera no alcanzó a ver quién de los dos cayó primero, porque el brazo herido le falló y cayó de rodillas, jadeando. El enemigo giró la mirada hacia ella, el hacha levantándose en el aire.

¿Será aquí donde termino?

El sonido de una flecha cortando el viento respondió por ella. El proyectil se incrustó en el cuello del soldado, que cayó muerto a sus pies. Saera alzó la vista y vio a un arquero de la Casa Veyndral aún resistiendo en lo alto de un balcón. Fue el último disparo que alcanzó a hacer, porque en ese mismo instante una lanza atravesó su cuerpo y lo derribó.

Saera cerró los ojos con fuerza y siguió corriendo, tambaleándose, mientras el mundo se llenaba de muerte.

Logró alcanzar el pasadizo que daba hacia los acantilados. Las piedras húmedas la recibieron, y el rugido del mar golpeando abajo le recordó lo sola que estaba. El aire frío entró en sus pulmones como una daga, y solo entonces se dio cuenta de lo rápido que palpitaba la herida en su brazo. La venda improvisada estaba empapada en sangre.

Se apoyó contra la roca, jadeando. Los gritos de batalla quedaban cada vez más lejanos, pero aún podían alcanzarla. Sabía que sus hermanos y su madre estaban en algún lugar del castillo… o muertos ya entre las llamas. Una punzada de dolor emocional la desgarró más que cualquier herida física.

Resiste, Saera. Resiste. —se dijo a sí misma.

La fiebre le nublaba la vista. Todo era un torbellino de fuego, nieve y recuerdos. Recordó a su madre peinando su cabello junto al fuego de la chimenea, a su padre enseñándole a leer mapas antiguos, a su hermano mayor entrenando espadas con ella en los patios de Drachenhold. Todo eso se estaba desmoronando esa misma noche, bajo el rugido implacable de la guerra.

Un crujido detrás de ella la hizo girar. Dos soldados enemigos habían encontrado la entrada al pasadizo. Uno de ellos sonrió al verla tambalearse.

—La dragona está acorralada —se burló, alzando la espada.

Saera apretó los dientes, el corazón acelerándose. Con el brazo sano tomó un fragmento de roca del suelo, su única arma. Sabía que no tenía fuerzas para luchar, pero moriría antes de rendirse.

El enemigo avanzó.

Entonces, un rugido diferente resonó desde arriba, profundo y terrible. El suelo tembló bajo sus pies, y una sombra alada cruzó sobre la entrada del pasadizo. Los soldados se detuvieron, alzando la mirada con miedo.

El grito de un dragón rompió la noche.

Saera sintió que el fuego renacía en su pecho. Uno de los últimos dragones de su casa aún respondía a su sangre. Con un aleteo colosal, la criatura descendió, lanzando una llamarada que convirtió a los soldados en cenizas. El calor la golpeó con fuerza, recordándole quién era, de dónde venía.

Era una Veyndral.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, se aferró a una cuerda que colgaba del acantilado, una de las salidas de escape de Drachenhold. El dragón rugió de nuevo, esperando que montara, pero Saera estaba demasiado débil. El mareo la venció, y antes de caer inconsciente, pensó en una sola cosa:

Si muero aquí, mi casa muere conmigo.

Despertó horas después, envuelta en un manto de pieles que no reconocía. El suelo era nieve, no roca; el aire era aún más frío que en Drachenhold, y a lo lejos se alzaban torres oscuras que nunca había visto. Una fortaleza distinta, un Norte helado que no conocía.




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