Torres de Hielo y Fuego

Capítulo 2 – La fortaleza del lobo

El primer amanecer en Frostgard fue distinto a cualquiera que Saera Veyndral hubiera visto. El cielo no se teñía de dorado como en las costas del sur, sino de un gris acerado que parecía pesar sobre las torres de piedra. La nieve cubría cada muralla, cada almena, cada patio, y el viento arrastraba un silencio tan cortante que daba la impresión de que la fortaleza misma estaba hecha de invierno.

Saera se despertó en un lecho amplio, cubierto por mantas de pieles gruesas. El calor era extraño, casi sofocante, después del frío constante que había sentido desde su huida. Su brazo, aún herido, estaba vendado con cuidado, y sobre una mesa cercana había una jarra de agua y un tazón con un caldo que todavía humeaba.

Los recuerdos regresaron de golpe: las llamas en Drachenhold, el dragón rugiendo en la noche, el colapso en el acantilado. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero lo entendió cuando la puerta de madera se abrió y él entró.

Vaelric Kaelthorn.

Era aún más imponente de lo que los susurros del sur describían. Alto, con los hombros anchos, llevaba una capa de piel de lobo gris que rozaba el suelo, y su cabello oscuro caía como una sombra sobre un rostro marcado por la severidad. Pero no eran sus rasgos los que la hicieron contener el aliento, sino sus ojos: grises, profundos, como el hielo de un lago que nunca se derrite.

—Así que despiertas —dijo con voz grave, sin un ápice de cordialidad.

Saera se incorporó con esfuerzo, ocultando el dolor en cada movimiento.
—¿Dónde estoy?

Él avanzó unos pasos, quedando a la luz de la ventana.
—En Frostgard. Y bajo mi techo.

El tono con el que lo dijo era claro: no se trataba de hospitalidad, sino de autoridad. Saera frunció el ceño.
—¿Y por qué?

Vaelric la observó en silencio durante un instante que se le hizo eterno. No había compasión en su mirada, pero tampoco desdén. Era como si la analizara, pesando cada palabra, cada respiración, buscando una respuesta en ella misma.

—Porque no soy tan cruel como para dejar morir a alguien que lucha por vivir. —Sus palabras fueron firmes, pero carentes de ternura. Y sin embargo, había algo más, escondido en su voz.

Saera apretó los labios. No quería deberle nada a ese hombre, ni a nadie.
—No pedí tu ayuda.

Una chispa cruzó por los ojos grises de Vaelric. No era ira, pero sí una advertencia.
—Y no espero gratitud. Solo espero que entiendas dónde estás. Aquí, el invierno no perdona. Si quieres vivir bajo este techo, tendrás que demostrar que puedes resistirlo.

El silencio se hizo espeso en la habitación. Saera sintió la presión de sus palabras como un desafío directo. Era obvio que él no confiaba en ella, y que su presencia allí no era más que una carga hasta que probara su valía.

Finalmente, Vaelric se volvió hacia la puerta.
—Vístete. Hoy caminarás conmigo.

Y salió, dejandola aturdida .

Ese mismo día, Saera descubrió lo que significaba estar en Frostgard.

El comedor principal era vasto, con una mesa de roble lo bastante larga como para acoger a toda una hueste. Los estandartes de la Casa Kaelthorn colgaban de los muros: un lobo plateado sobre un fondo de azul oscuro. Cuando Saera entró, sintió de inmediato las miradas de los hombres y mujeres que ya se encontraban allí. Guerreros, consejeros, criados… todos la observaron con una mezcla de curiosidad y recelo.

Vaelric estaba ya sentado en el extremo principal de la mesa. A su lado, una silla vacía, normal como las demás, y junto a ella, otra silla más pequeña, de madera más simple. Saera se fijó en esa silla diminuta de inmediato. No era para ella, lo supo instintivamente. Algo en la manera en que estaba colocada, casi como un recuerdo silente, le provocó una punzada de preguntas.

Se acercó, insegura, y tomó asiento en la silla normal junto a él. Nadie la detuvo, pero el silencio en el salón fue aún más pesado.

La comida comenzó. Pan, carne asada, tazones de caldo humeante. Saera apenas probó bocado. El cansancio, la fiebre que aún ardía en su cuerpo, y las miradas constantes le robaron el apetito.

Vaelric la observó de reojo. Su voz grave rompió el silencio.
—No comes.

Saera levantó la mirada, intentando mostrarse firme.
—No tengo hambre.

Él entrecerró los ojos, como si pudiera ver más allá de sus palabras.
—¿Qué te pasa?

—Nada. —Su respuesta fue inmediata, demasiado rápida.

En ese mismo instante, la fuerza la abandonó. Saera sintió cómo el mundo se volvía borroso, cómo el calor de la fiebre ascendía hasta su cabeza, y antes de poder sostenerse, se desplomó hacia un lado.

El salón entero se levantó en un murmullo. Algunos sirvientes corrieron hacia ella, pero fue Vaelric quien se levantó primero. Con un movimiento decidido, la sostuvo en sus brazos antes de que cayera al suelo. Su cuerpo era ligero, frágil, y el calor que desprendía era alarmante.

—¡Llamen a un docotor, ahora! —tronó, su voz resonando por toda la sala.

El murmullo se transformó en caos. Mientras los criados corrían a traer agua y paños fríos, Vaelric cargó a Saera fuera del comedor, su expresión endurecida como nunca.

La llevó hasta la misma habitación donde había despertado, depositándola en el lecho. Los sirvientes entraron con prisa, pero apenas se acercaron, la voz de Vaelric los detuvo.

—¡¿Cómo no se dieron cuenta?! —rugió, su tono helado y furioso a la vez—. ¡Ha estado enferma desde que llegó, y ninguno lo advirtió! ¿Cómo pudieron ser tan descuidados?

Los sirvientes bajaron la cabeza, temblando ante la furia del Señor de Frostgard. Saera, entre la fiebre y el desmayo, escuchó esas palabras. Fue ese grito —esa rabia que parecía más preocupación que enojo— lo que la arrancó del sopor.

Sus ojos se entreabrieron, viendo el perfil de Vaelric frente a la cama, con el ceño fruncido, los puños apretados, como un lobo al borde de desgarrar a cualquiera que pusiera en riesgo lo que ahora estaba bajo su protección.




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