El sol nunca brillaba del todo en Frostgard. Solo una claridad pálida, casi espectral, que apenas filtraba su luz entre nubes de tormenta y copos errantes. Desde lo alto de la muralla, el mundo parecía dormido bajo un manto blanco sin fin.
Saera Veyndral avanzaba con paso lento, envuelta en un manto de pieles que no pertenecían a ella. El abrigo le quedaba grande, olía a madera, cuero y algo más que no podía nombrar…
A su lado, caminaba Vaelric Kaelthorn, tan silencioso como las bestias que su casa veneraba. Sus botas resonaban contra la piedra helada mientras el viento agitaba su capa de lobo gris.
No habían intercambiado palabra desde que salieron de la torre.
Fue él quien había insistido en que debía caminar. "El cuerpo no sana en reposo eterno", había dicho esa mañana al encontrarla despierta, débil, pero más firme que la noche anterior. Había insistido sin preguntas, sin explicaciones.
Y ahora, caminaban.
Frostgard se extendía bajo ellos: una ciudadela de piedra ennegrecida, templos sin campanas, herrerías humeantes, plazas desiertas por la tormenta. Desde allí, Saera podía ver el muro exterior, las almenas y más allá… el vacío. El fin del mundo, o el principio del exilio.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? —preguntó por fin, rompiendo el silencio.
Vaelric no la miró.
—Tres días.
—Parece más.
—Aquí, el tiempo no se mide en días. Se mide en cuánto puedes resistir.
Saera frunció el ceño.
—¿Y tú cuánto has resistido, señor Kaelthorn?
Ahora sí, él giró apenas el rostro. Su expresión no cambió, pero hubo una pausa… como si sopesara si valía la pena responderle.
—Demasiado.
Siguieron caminando, el viento silbando entre las almenas.
—¿Por qué me trajiste aquí? —insistió Saera, deteniéndose de pronto—. Sé que no lo hiciste por misericordia.
Vaelric se detuvo también. La observó con esa mirada imposible de leer, como si cada pensamiento estuviera enterrado bajo capas de hielo.
—No. No fue por misericordia. —Hizo una pausa—. Fue porque eras la última llama viva de una casa extinguida. Porque el enemigo que te perseguía es ahora el mismo que se acerca a mis puertas.
Saera parpadeó lentamente, su ceño fruncido, pero no por debilidad. Por rabia.
—Eso es falso. —Su voz fue baja, pero temblaba con una convicción que no se quebraba con el frío—. Mi casa no está extinguida. Yo soy el fuego de mi familia. Lo llevo en el alma… y mientras arda en mí, los Veyndral siguen vivos.
Por un segundo, incluso el viento pareció detenerse. Vaelric no respondió de inmediato. La observó con mayor atención, como si la viera por primera vez no como una huida… sino como una amenaza. O una promesa.
—Entonces haz que valga la pena —respondió al fin, su voz más grave que nunca—. Porque ese fuego, aquí, no será suficiente para sobrevivir… pero tal vez sí para quemar lo que viene.
Saera sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frío.
—¿Quieres usarme?
Vaelric alzó una ceja, como si la sola pregunta fuera una ofensa.
—No necesito usar a nadie. Pero si un fuego sobrevive, lo resguardo. Por estrategia. Por previsión. O, si lo prefieres, por instinto.
Saera bajó la mirada por un segundo. La nieve giraba en remolinos a su alrededor, pero la incomodidad no venía del clima.
—Creí que los lobos solo cuidaban de los suyos.
—Los lobos también recogen a los cachorros huérfanos. A veces para criarlos… a veces para entrenarlos.
Saera lo miró con fijeza.
—¿Y cómo sabrás si soy un cachorro… o un incendio?
Vaelric avanzó un paso. Estaba cerca ahora. No lo suficiente como para tocarla, pero sí como para que el frío entre ambos se quebrara por la tensión.
—Lo sabré cuando intentes morder.
El silencio que siguió fue más potente que cualquier grito.
Saera dio un paso atrás, no por miedo, sino por orgullo.
—No soy de las que muerden primero. Solo cuando me atacan.
Él asintió, sin sonrisa, pero con una sombra de aprobación.
—Bien. Aquí, aprenderás a distinguir el rugido del viento del de un enemigo. Y no te faltarán razones para pelear.
Saera alzó el rostro.
—¿Y si decido irme?
—Puedes hacerlo —dijo él, con calma glacial—. Pero no durarás una noche sin nombre ni hogar, sin aliados ni abrigo.
Sus palabras eran ciertas, y ambos lo sabían.
El viento arremetió de nuevo, más fuerte, y por primera vez, Vaelric levantó su capa y la extendió apenas para cubrir parte del cuerpo de Saera. No fue un gesto amable. Fue un acto mecánico. De supervivencia.
Pero ella lo sintió.
No dijo nada. Solo caminó junto a él hasta el final del muro, donde el mundo terminaba en niebla y los lobos del norte aullaban a la distancia.
Allí, entre el hielo y la roca, la llama de una Veyndral comenzó a templar el corazón del Invierno. Y el invierno, sin saberlo, comenzaba a ceder.
Las palabras de Saera quedaron suspendidas en el aire como brasas que se negaban a apagarse.
"Yo soy el fuego de mi familia. Lo llevo en el alma… y mientras arda en mí, los Veyndral siguen vivos."
Vaelric no volvió a hablar por un largo rato. Caminó junto a ella en silencio, como si midiera lo que acababa de escuchar. No con duda, sino con una mezcla de respeto y reserva. Como quien se da cuenta de que ha recogido algo mucho más valioso… y peligroso… de lo que pensaba.
Desde lo alto, el valle que rodeaba Frostgard era un desierto blanco, cortado por afloramientos de roca negra y glaciares resquebrajados. Muy a lo lejos, donde el ojo apenas alcanzaba, Saera divisó pequeñas columnas de humo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Vaelric miró en la misma dirección.
—Aldeas vassalas. Cazadores, herreros, pastores de caribú. El último anillo antes del verdadero Norte.
—¿Y más allá?
Él la miró de reojo.
—Nadie va más allá.
Saera no apartó los ojos del horizonte.
—¿Por qué no?
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Editado: 11.09.2025