La primera nevada de otoño cubría los patios de Frostgard con un manto espeso, denso, silencioso. Pero dentro de los muros, el hielo no era lo que más pesaba: lo eran las miradas, la desconfianza, las palabras que no se decían.
Saera Veyndral lo sentía con cada paso. Desde que comenzara su entrenamiento, no había recibido ni una muestra abierta de hostilidad… pero tampoco aceptación. La casa Kaelthorn no era abierta ni cálida. Era una montaña: dura, imperturbable, sin concesiones.
Y ella… aún era vista como una grieta en esa piedra.
Aquella mañana, el campo de entrenamiento había sido un infierno blanco. Espadas de madera, escudos pesados, combates contra guerreros dos veces más fuertes. Le dolían los brazos, las piernas, hasta la respiración. Pero no había caído. Y eso ya era una victoria.
Volvía sola hacia sus aposentos, caminando por uno de los corredores laterales, altos y estrechos, cuando la rutina fue interrumpida por un impacto pequeño y repentino contra su pierna.
Saera se detuvo en seco. Bajó la mirada.
Un niño.
Un niño de no más de cinco inviernos, con una capa demasiado larga arrastrándose detrás de él, cabello negro revuelto y ojos grandes, tan grises como los de…
—Oh —dijo ella, sin moverse.
El niño retrocedió un paso, claramente sorprendido. La miró como si no supiera si debía disculparse o echar a correr. Su aliento salía en pequeñas nubes, y sostenía algo entre las manos: un caballito de madera, tallado con rudeza pero con cariño.
—¿Estás bien? —preguntó Saera con suavidad, agachándose un poco para quedar a su altura.
Él asintió, sin decir palabra. Luego bajó la mirada, como si temiera haber hecho algo mal.
—No pasa nada. Yo he chocado con cosas peores —añadió ella con una sonrisa ligera, intentando aliviar la tensión.
El niño la miró, con ojos enormes.
—No eres de aquí.
—No —admitió Saera—. Pero tampoco me iré tan pronto.
Él pareció considerar eso.
—¿Tienes espada?
—Varias. Aunque la que me gusta aún no la sé manejar del todo.
—¿Y sabes contar historias? —preguntó de pronto, con una curiosa mezcla de seriedad infantil y hambre de algo más.
Saera ladeó la cabeza, sorprendida por la pregunta.
—Sí. Algunas. ¿Por qué?
El niño bajó la vista otra vez.
—Porque nadie las cuenta desde que mamá ya no está.
Saera se quedó inmóvil. Esa pequeña frase perforó algo dentro de ella.
Antes de poder responder, una voz grave resonó al fondo del pasillo:
—Eren.
El niño se giró de inmediato. Saera también.
Vaelric Kaelthorn estaba de pie en el umbral de una puerta cercana, los ojos como acero. Su mirada pasó del niño a Saera en un instante. No había ira, pero sí algo más… tenso.
—Te dije que no salieras del ala este —dijo con calma contenida.
—Solo fue un minuto —respondió el niño, más en defensa de Saera que de sí mismo.
Vaelric exhaló, y con un gesto leve de cabeza, indicó al niño que regresara.
—Ve. Te alcanzaré.
El niño se alejó trotando por el pasillo sin mirar atrás.
Saera permaneció de pie, observando a Vaelric mientras él se acercaba.
—No sabía que tenías un hijo —dijo con tono neutral.
Vaelric no respondió enseguida. Se detuvo a escasos pasos de ella.
—No es un tema de conversación.
—Tampoco lo busqué. Él me encontró.
Hubo un silencio largo. La tensión era distinta. No como cuando discutían. Más densa. Más humana.
—Eren no conoce este mundo aún —dijo Vaelric al fin, mirando en la dirección por donde el niño había desaparecido—. No sabe lo que es cargar con un nombre, ni lo que significa sobrevivir a la ausencia.
Saera asintió lentamente.
—Pero lo sabrá. Porque vive aquí. Y porque es tu hijo.
Vaelric volvió los ojos a ella. Esta vez, su expresión era opaca.
—Por eso no quiero que se acerque a ti.
La frase la sorprendió. No por la advertencia, sino por la honestidad con la que la dijo.
—¿Por qué? —preguntó, sin molestia, pero sin suavidad.
—Porque tú eres fuego, Saera. Y él ya ha perdido suficiente.
Saera sostuvo su mirada. No con desafío. Con tristeza.
—¿Y si el fuego no lo quema… sino que lo guía?
Vaelric no respondió. Solo se volvió, capa al viento, y se perdió por el pasillo sin una palabra más.
Saera se quedó sola en el corredor. Pero su corazón no estaba solo. Estaba lleno de preguntas.
Y por primera vez desde su llegada, sintió que el hielo de Frostgard no era lo único que podía romperse.
Horas después, los ecos del día se apagaban. Las forjas cesaban sus golpes, los guerreros dejaban el campo de entrenamiento, y las torres comenzaban a iluminarse con faroles de aceite que teñían los muros de un ámbar tenue y melancólico.
Saera no estaba cansada.
Estaba inquieta.
Había intentado leer, practicar, incluso meditar como lo hacía su madre frente al altar del fuego… pero no lograba expulsar de su mente los ojos del niño. Eren.
Tan pequeño. Tan solitario.
Y tan claramente apartado del mundo por decisión de su padre.
"Tú eres fuego, Saera. Y él ya ha perdido suficiente."
Las palabras de Vaelric le pesaban en el pecho como una cadena.
Ella no era madre. Pero conocía el dolor de crecer rodeada de nombres, sin saber si algún día los olvidarías.
Así que esperó.
Esperó a que el castillo cayera en esa especie de letargo que llega antes de la medianoche. Esperó a que los centinelas se acomodaran en sus puestos, más atentos a los portones exteriores que a los pasillos internos. Y entonces, con pasos suaves, envuelta en una capa más discreta, tomó el pasillo que llevaba al ala este.
Nadie la vio. O si lo hicieron, no dijeron nada.
La arquitectura cambiaba sutilmente al cruzar esa parte de la fortaleza. Donde el ala oeste era austera y militar, el este tenía techos más bajos, ventanas protegidas con vidrio grueso, alfombras de lana tejida… signos de un espacio más habitable. Más cálido.
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Editado: 11.09.2025