Touchdown

Capítulo III

Pautas

 

 

 

 

Kansas

Me meto en el cuarto de lavado hecha una furia. No puedo creer que Malcom Beasley, un completo desconocido, me trate como a una niñera imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños. Claro que me importan los niños, de otra forma no pasaría tantas horas a la semana cuidando de uno de ellos. Así que llego a la conclusión de que me cae mejor cuando está inconsciente.

Saco la ropa de la secadora y comienzo a doblarla a toda marcha. Es- toy ofendida, mejor dicho, furiosa. No sé cuánto podré resistir sin vol- ver a entrar a la sala y propinarle un puñetazo o comenzar a enumerar todas las razones por las que soy apta para hacerme cargo de un menor.

Tiene una figura estilizada y atlética. Se nota que trabaja su cuer- po y, claramente, obtiene frutos. Su rostro es un conjunto de ángulos varoniles en los cuales se destaca la forma de su mandíbula y sus pó- mulos. Y es propietario de unos intensos ojos azules que parecen haber sido creados a partir de zafiros. Para concluir, su acento —por favor, recordemos su acento— es el sonido más exquisito que he escuchado en toda mi existencia. Sí, puede que sea un ser humano agraciado físi- camente, pero todas sus virtudes estéticas se van por desagüe en cuanto recuerdo cómo le dijo a mi padre que yo era una niñera sumamente irresponsable, y que debía considerar contratar a alguien más.

No me gusta el hecho de que él me juzgue por lo que vio hoy. Si tan solo hubiera llegado alguno de los otros 364 días del año, sabría que soy apta para responsabilizarme de cualquier tipo de trabajo. De niños incluidos.

 

—Kansas. —La voz de Zoe llega desde la puerta, cargada con cierta inseguridad—. ¿Estás enojada porque envenené a Malcom? —pregun- ta vacilante.

Dejo de doblar uno de los tantos pantalones deportivos de mi padre y observo la tela en silencio. Si no fuera por mí, su ropa apestaría a basural.

Bill Shepard también se merece un puñetazo, reflexiono. En cuanto nos encontró a Jamie y a mí cargando al chico inconsciente y comiendo galletas con la señora Hyland, se tornó arrebol. Y tras cargar a Malcom por las escaleras, me pidió una explicación detallada de cómo había terminado con el chico alcoholizado colgando de mi cuello. Una vez que confesé, pasó de ser del color de una manzana al de una berenjena, su rostro se tornó púrpura y pensé que las venas de su cuello estallarían en cualquier momento.

No entendía por qué se preocupaba tanto por el extraño cuando en realidad él se había emborrachado a solas con una niña de seis años y se había confundido de hogar. Entonces me explicó que Malcom Beasley no se había equivocado de lugar, que él es un jugador de fútbol ame- ricano que fue transferido para jugar con los Jaguars de Betland desde Londres. Y es su invitado.

Me dejó estupefacta. ¿Cómo es posible que no me dijera que íbamos a hospedar a un extranjero? Pero según Bill Shepard, él me lo había mencionado el miércoles por la noche. Seguidamente le recordé que los miércoles por la noche pasaban Presuntos Inocentes por Investigation Discovery, y le dije que era obvio que no le estaba prestando atención porque me interesaba mucho más ver un programa donde se analizaba la mente criminal y los orígenes de sus macabros actos. Aquello pareció irritarlo aún más y se pasó alrededor de veinte minutos regañándome por hacer pasar el vodka como agua y ser la responsable del posible coma alcohólico de su nuevo jugador estrella.

Me defendí, reconocí que no debí haber dejado sola a Zoe ni haber escondido el alcohol en la heladera, pero le planteé que solo un idiota podría llevarse un vaso de vodka a los labios y no reconocer el líquido y su particular aroma. Y, como siempre, él tuvo una excusa. Como estricto y buen entrenador que es, conoce todos los hábitos alimenti- cios de sus jugadores. Dijo que Malcom jamás había probado una gota

 

de alcohol en toda su vida y que llevaba una dieta perfectamente equi- librada desde que empezó a jugar fútbol a los catorce, recalcó que él no sabía lo que bebía. Lo defendió y me acusó de corromper a su nuevo deportista.

Ahora estoy encolerizada por varios motivos, pero ninguno de ellos incluye a la pequeña Zoe Murphy. Ella es solo una niña que en su ino- cencia logró dejar inconsciente a un inglés.

—Claro que no —respondo con abierta honestidad antes de po- nerme de cuchillas para estar a su altura—. No hay nada que pudieras hacer que lograra enojarme —confieso colocándole uno de sus rebeldes mechones tras la oreja.

—¿Nada?

—Nada.

Pero no puedo decir lo mismo de mi nuevo inquilino.

 

 

   

 

 

—No voy a repetir la pregunta —advierte mi padre entre dientes.

—Y yo no voy a repetir la respuesta —replico.

Hace no más de quince minutos que la señora Murphy pasó a reco- ger a Zoe. Ahora que estoy redimida de cualquier responsabilidad, mi padre es libre de acaparar toda mi atención.

—Tú escondiste el alcohol dentro de mi propia casa y eres la res- ponsable de que mi jugador tenga una resaca inhumana —espeta de- masiado alto, y estoy segura de que Malcom puede escucharlo desde el segundo piso—. Vas a disculparte y le dirás que te encantaría que nos acompañe para la cena, aunque sea una mentira.

No puedo contradecirlo con eso último. Él tiene razón, lo que me- nos quiero es sentarme a comer tallarines con el abstemio de Beasley.

—Sube y discúlpate —dice cruzándose de brazos. —Esta vez no es una pregunta, es una orden —aclara, y estoy segura de que, si tuviera su silbato alrededor del cuello, lo usaría para que corriese escaleras arri- ba de inmediato.

Me  lanza una tableta de pastillas para el dolor de cabeza y se     gira para concentrarse otra vez en la salsa de sus amados tallarines.



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En el texto hay: humor, drama, goodboy

Editado: 09.12.2019

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