Transición monocromática

III

Cuando entraron al pequeño restaurante, todos los camareros estaban sentados alrededor de una enorme mesa redonda. En ella, una tierna viejecita trataba de llevar un poco de fideos a su boca con las manos temblorosas, mientras todos los demás le daban ánimos y aplaudían cada vez que el tenedor subía un poco más cerca del objetivo. Al parecer la alimentación de aquella anciana era todo un suceso a eso de las doce y media del día, especialmente cuando había cobrado su pensión y podía pagar la única comida fuera del hogar que tendría durante el mes, nada más ni nada menos que en el restaurante más barato de la ciudad.

Romane se detuvo en el umbral de la puerta y la sostuvo para que su compañera entrara sin estropear el violín, cuyo estuche había quedado olvidado sobre la cama de su habitación luego del asunto con el policía. Sus ojos se quedaron prendidos en los de la mujer encorvada sobre la mesa. Estaban miopes y resguardados por unos inmensos lentes redondos que no llevaba la última vez que la había visto. Su rostro estaba muy arrugado y pálido, haciendo difícil la distinción entre su piel y el inicio de sus alborotados cabellos; parecía que había envejecido cuarenta años en solo un par de semanas.

La mujer se llamaba Beatrice. Había sido vecina de Romane en sus tiempos de estudiante secundaria y, tras la graduación, una compañera de miseria realmente cercana. Solían compartir mesa, incluso el plato si eran tiempos muy malos, pero nunca les hacía falta más que la visión de los esporádicos y sucios clientes del local para tener una razón por la cual reírse.

No había nada comparado a regocijarse en el mal ajeno cuando se conocía el propio mal: para ser desgraciado había que saber de que se hablaba sin que el sujeto de la burla llegase a comprenderlo, de tal modo que hubiese tiempo de huir cuando la situación se pusiese densa.

Ahora bien, esta era la primera vez que iba estar con alguien más en el mismo recinto que la anciana (por supuesto una persona de su agrado o, en su defecto, que tuviese menos posibilidades de entrar en su lista del odio) y sospechaba que en cualquier momento explotaría una guerra. La mujer mayor tenía la lengua afilada y un humor peligrosamente ácido, demasiado picante para una muchacha relativamente tranquila como Rébecca. En tanto la segunda era demasiado recta de pensamiento y de un temperamento tan explosivo que hacía temblar los duros cimientos del cerebro de Romane cuando discutían. Su ataque era impredecible como una ruleta rusa.

Si lo ponía en todos los planos posibles, solo había una ocasión de que fuese 'amor a primera vista' y, como le gustaba ver el mundo arder, prefería que la probabilidad hablase por si sola. Solo tenía que llamar a la suerte.

Completado ese pensamiento, caminó alrededor de la mesa pisando como caballo y tarareando una melodía infantil para hacerse notar, mirando de reojo a la mujer. Ciertamente consiguió un contacto visual indirecto, pero fue tan corto que no tuvo tiempo de hacerlo efectivo. Cuando giró la cabeza en su dirección, todo lo que encontró fue a la mujer llenando su boca con pasta y luego una decena de brazos bailarines bloqueando su rostro.

-¡Eso es, Beatrice!- gritó alegremente un mesero con el cabello absolutamente engominado-. Otra gran comida que presumir en el asilo.

Romane casi se quedó de piedra a escuchar la última oración. Solo habían pasado diez días desde la última vez que se habían reunido en el mismo lugar, pero nunca, ni siquiera por asomo, había oído hablar sobre un asilo. Probablemente el carácter duro e impersonal de la mujer le haya impedido comentar sobre las crisis de su hogar, de hecho la muchacha no lo comentaría antes de que la de mayor edad lo sacara a colación o (probablemente la opción con mayor posibilidad de ocurrir) se lo contase como broma entre amargas risotadas, pero no dejaba de parecerle extraño no haber escuchado ni una sola pista sobre la situación.

Comenzó a mirar alrededor de aquella cabeza poblada de canas, revisando entre los uniformes de tono azulino una figura familiar que la dejase tranquila, pero no había nadie ajeno a los empleados del local. ¿No necesitaba acaso un tutor para salir del hogar de ancianos? Seguramente el muy desgraciado la había ido a buscar y la había dejado en el primer lugar que vio. Quizá hasta le gustó porque parecía que dejaban comer gratis a las personas miserables y le pareció incluso una bonificación el hecho de que si la dejaba comer allí, no tendría que gastar más que unos cuantos euros de la pensión que le robaba.

El tipo tenía todo el odio de Romane desde el segundo cero, en cuanto lo vio entrar con su maleta a la casa de Beatrice. Tenía una cara de idiota que le producía urticaria y ahora que sabía lo del asilo, sentía una escozor que le hacía desear arrancarse la piel. Es más, y si bien en primera instancia lo buscó para sentirse tranquila, ahora se alegraba muchísimo de no haberlo visto. Le habría partido un poco más que la cara.

-Infeliz- sonrió con odio, girando lentamente la cabeza hacia su compañera-. Vamos a sentarnos aquí, donde sus ojos puedan vernos.

Rébecca la contempló con curiosidad y se preguntó quien era el o la desafortunada secretamente corroida por la aversión de la muchacha, pero omitió el comentario que estaba por salir de sus labios. Era rápida con las respuestas, mas cargar con su amiga enojada, genuinamente enojada, era un mundo cubierto de niebla por el que no estaba dispuesta a caminar. Sabía por experiencia que si probaba un arma cargada con una bala como esa, lo más probable es que el tiro saliese por la culata y terminase directo entre sus cejas.



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Editado: 06.10.2018

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