El toldo del cacique.
La leyenda comienza a descifrarse
Que cada huella forja al valiente que vencerá lo imprevisto. Desde sus pasos hondos que se le presenten…
El cacique perdido…
Con el alba el sol se hizo presente en plena luz que por las ventanas ingresaba netamente. El gallo que cacareaba haciéndonos saber en un coro especial junto a las gallinas, que era el día y la hora precisa para despertarse. Posiblemente el canto de los pájaros también ayudaría en ese punto. La primera en despertarse era Michelle, quien se dirigió al baño para lavar sus dientes. Tuvo el pálpito que siempre tuvo en su momento al mirar las litografías. Algo no se avecinaba en buen orden. Aprovechó para darse una ducha rápida, el agua tibia regulada con el abrir y cerrar de las perillas de caliente y frío era justa. Unos diez minutos para que el agua tocara su fina piel de ninfa. Al cerrar ambas, tomó una toalla, y secó firmemente su cuerpo, continuaba con aquella corazonada. Se vistió, y se fue al living en el cual el viejo estaba prepa- rando el desayuno. La saludó con un ademán de buen día
—¡¿Qué tal, Horacio?!
—¡Muy bien!, ¡los demás seguro que duermen! Deben levantarse. Hay que ir a lo del cacique. ¡Cthe!, lo que sí, no voy a poder ir con ellos. Tengo tanto que hacer y los años no me ayudan
—¿Se siente bien?
—¡Algo así!, solo que ando con algo de fiebre en el cuerpo.
—Michelle se levantó y tocó su frente. Estaba ardiendo.
—¡Tiene que ir al doctor!
—¡Ah, mijita!, son los años, ¡más importante es lo que le pasa a Rodrigo! Tienen que sacarle eso que tiene dentro, sea lo que sea. El cacique sí puede darles una mano.
—¿Y usted me promete que irá al médico también?
—¡Iré!, no se preocupe
El gato entró por la puerta trasera y se acercó a Michelle maullando. Ella sentada, él se subió en su regazo y se quedó taciturno.
—¡Alguien tiene que cuidar de este también!
—¡Claro!, ¿parece que es dormilón?
—Como todo felino, y también es inteligente. Presiente todo lo que alrededor ve, y descifra, como buen entendedor. Los animales tie- nen un don mágico para saber de verdades. Y aquí en esta casa, han pasado cosas extrañas que hacen que este desaparezca de noche, cuan- do siempre dormía dentro.
—Todos los gatos suelen irse a trasnochar.
—Este está castrado.
El gato ronroneando, miraba para el cuarto de Rodrigo.
—¡Vea!, ¿cómo observa? Ese cuarto tiene algo -dice el viejo-, mejor dejémoslo ahí, espero que la velada le haya gustado.
—Muy deliciosa la comida, pero le repito que debe ir al médico.
¡No lo digo por decir!, presiento y esa fiebre es un tanto rara. ¿Me lo promete? Si no cuando volvamos lo llevaremos. Es una disyuntiva que en mi cabeza viene rondando.
—Perfecto, ¡me convenció el hecho de ese pálpito que sale de us- ted! -sonríe el viejo.
Al tomar el café con leche, don José se aparece bostezando y detrás de él Rodrigo con la misma tesitura soñolienta. Hay una realidad con- creta, no somos jóvenes, ni viejos, pero a cierta edad entre los cuarenta y cincuenta y pico se debe descansar, y llamar a la solidaridad de darle al cuerpo paz. El portugués cumplimenta con un saludo cordial y un beso a su querida Michelle, Rodrigo se sienta un tanto fatigado.
—¿Te encuentras bien? -dice Michelle.
—Un poco cansado, ya sabes, no logro dormir bien, en las últimas noches por este pedazo de energía que ronda por dentro de mí. -Mien- tras se prepara un té inglés.
—Don José, ¿Qué gustaría para beber ? -le dice el viejo señalando el café y el té.
—Un café estaría bien.
Hago mi aparición estirando los brazos con un bostezo. Al salu- dar cordialmente, me fui ayudar a Horacio que me envió a la mesa directamente.
—No, mi amigo, aquí me encargo yo el desayuno, es costumbre en el campo que los invitados son tratados como en su casa -dice el viejo afiebrado.
—¡Gracias, Horacio! Bien, prepararemos los bolsos, luego de ter- minar… -saqué un mapa de la zona sur de la provincia de San Luis, y Córdoba-. Tomaríamos la ruta selectiva hasta llegar al pueblo indica- do de Justo Daract.
—Según el libro se encuentra en un toldo a siete kilómetros para dentro en un camino de huella en los cuales hay salitrales, y plantas pequeñas como cardos. Pastizales pampeanos se les llama.
—Se entiende que en ciertas regiones escasea el agua, por eso debe ser que los terrenos son tan hostiles.
—Les daré mi camioneta. Es grande, bien preparada para lugares cuyos caminos son de puro ripio -dice Horacio.
—¿No vendrás? -le pregunta Rodrigo mirándolo un tanto extraño.
—No, es la fiebre, pensaba ir con ustedes, mi amigo, pero con esta edad. Aparte no tengo quién cuide a los zainos, y al Demóstenes.
—Lo entiendo. Vaya al doctor.
—¡Carajo!, la señorita me ha dicho lo mismo.
—Son presentimientos, viejo, solamente eso -habla aquel periodista.
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Editado: 21.12.2023