—Edward—
Al abrirse la puerta Lara pudo ver con asombro a Edward, quien sin decir una sola palabra se retiró de aquel lugar hecho una fiera, estaba furioso y ya ni siquiera sabía exactamente la clase de sentimiento que tenía; no sabía si estaba enojado porque ella lo había dejado plantado o celoso porque la había encontrado entre los brazos de su hermano.
—¡Soy un idiota! —vociferó golpeando el volante de su auto—. ¿Cómo pude dejar que esto me pasará? —Sus ojos negros comenzaron a nublarse a causa de las lágrimas que empezaban a acumularse—. Por eso odio enamorarme, todas las malditas mujeres son iguales.
Su pecho dolió con fuerza y su corazón se resquebrajó.
—¡Maldición! —citó rabioso mientras bajaba la ventanilla del auto para dejar que el viento limpiara su rostro.
Edward odiaba verse y sentirse así, tan vulnerable.
Mientras el chico manejaba muchas de las veces se pasó los altos sin importarle que pudiera causar un accidente. Llegó a una esquina y viro de forma violenta, introduciéndose así en el interior del estacionamiento de su departamento.
Aparco en el mismo lugar de siempre y antes de bajar esperó por unos momentos. Se tiró contra el asiento refregando su rostro, después de todo había sido su culpa el haber encontrado a Lara abrazada de su hermano. A ella no podía culparla, sin embargo, a él sí que podía.
Estaba cansado y harto de sentir que Leonard siempre le robara todo lo que él ya había conseguido.
Masajeo su cuello y se dispuso a bajar, aunque en esos instantes las puertas del elevador que estaba a sus espaldas se abrieron. Del interior del ascensor salió Matthew junto a su novia, quien sonreía feliz al ir tomado de su mano.
Edward los miró por el espejo retrovisor dirigirse hacia un auto, Matthew le abrió la puerta a su chica y ella se despidió con varios tipos de besos en sus labios y mejillas, lo que hizo que por unos segundos el pelinegro sintiera cierta clase de envidia de su mejor amigo.
Entornó sus ojos en ellos y los maldijo, tanta maldita dulzura le disgustaba.
Desvió su mirada y sacando su celular marcó un número telefónico.
—Sebastián, voy para allá. —Sin esperar respuesta, colgó.
Aquel chico era uno de sus otros tantos socios y pocos amigos que vivían alejados de la ciudad. Edward, jamás había entendido porque a Sebastián le gustaba vivir cerca de la costa, aunque ahora por la forma en la que él se encontraba parecía que lo entendía. Aquel sitio lleno de arena y agua era demasiado tranquilo, el lugar perfecto para llorar.
Tras media hora de viaje, Edward por fin llegó a esa casa en donde frondosas palmeras adornaban la escultural terraza.
—Y ahora, ¿qué fue lo que te paso? —Le preguntaron mientras lo invitaban a pasar—. No es común que tú estés aquí. Generalmente siempre vienes cuando tienes problemas con tu padre o... cuando tus amantes no están disponibles.
Edward lo miró de reojo desde la cava.
—Es Lara —contestó sirviéndose y bebiendo de un solo trago.
—¿Lara? —repitió el chico de cabellos claros con cierto tono de burla—. ¿La tabla de planchar? —Sebastián soltó a reír—. ¿Pero qué fue lo que te hizo está vez como para que tú estés tan enfurecido? No, no espera. No me digas, ya sé. No quiso acostarse contigo. —Le dijo sin parar de reír a lo que Edward gruño molesto mientras presionaba con fuerza el vaso de cristal entre una de sus manos hasta que finalmente, este se rompió.
Sebastián detuvo su risa y lo miró con sorpresa.
—Oye, tranquilo. Solo era una broma. —Le dijo acercándose con un carácter más serio, luego abrió la mano de Edward y dejó que los pedazos de cristal que no se habían incrustado en su piel cayeran al piso—. Traeré unas vendas. —Lo escuchó decirle al tiempo en que se alejaba y se perdía en algún lugar de su casa.
Por otra parte, Edward aún continuaba enojado y el haber escuchado a Sebastián llamarla: tabla de planchar, le había hecho perder los estribos.
—Sebastián... —Lo llamó tras unos breves minutos de silencio—. Desde hoy, no quiero que vuelvas a llamar a Lara así, ¿entendiste?
—¿Eh? —El sujeto de ojos café elevó una de sus cejas, luego regresó a terminar de limpiar aquellas heridas—. Está bien, como tú quieras, aunque... No entiendo porque me lo pides, si fuiste tú quien precisamente le puso así. Antes te divertía llamarla de esa manera.