El camino a Luxor era algo difícil para el cocodrilo ya que debía tener cuidado de que los habitantes no lo vieran, él sabía muy bien que les daba miedo su presencia y como criaturas inferiores buscaban la manera de eliminarlo. Por lo mismo, en su lomo y cola tenía unas diez u once cicatrices originadas de alguno de los encuentros que tuvo con aquellos seres.
Mientras tanto, Gafar ya llevaba un par de horas caminando junto a Heft, ambos acababan de llegar a los límites de la ciudad de Luxor, donde su caravana iba a encontrase con la tribu de Faisal para intercambiar mercancías. En su interior el niño esperaba que su abuelo estuviera ahí, esperándolo.
El jovencito pasaba entre calles algo estrechas, procurando que su camello no tirara ninguna de las pancartas que fungían como protector de sol para algunas viviendas. Su caminar se aceleraba mientras reconocía las calles por las que hacía unos tres años su abuelo lo había guiado. No pasaron más de cuarenta minutos cuando llegó a las bodegas que el árabe manejaba, ya fuera rentando a otros comerciantes o vendiendo su propia mercancía.
—Badra, soy Gafar el nieto de Aiman ¿Me recuerdas?
La mujer de unos cuarenta años lo miró pensativa, mientras sus manos depositaban una canasta con vegetales sobre el suelo agrietado.
—¡Oh, cómo has crecido mi pequeño! —Alzando las manos se acercó a él—. ¿Dónde está tu abuelo? ¿No viene contigo?
El niño bajó la mirada, las lágrimas escapaban de sus ojos mientras contestaba a esa pregunta. —Se lo llevaron, no sé quién fue... Pero, había marcas de varios vehículos pesados.
—Mi niño, no te preocupes. Ahorita hablamos con Faisal, él seguro descubre a donde lo llevaron.
Gafar con una media sonrisa asintió, halando el cordel que sostenía a Heft y caminó detrás de la mujer. Ambos se dirigieron a la rudimentaria caballeriza en la que se guardaba a los camellos y caballos. Con bastante esfuerzo él bajó las telas que vendería para comprar nuevos materiales y crear joyería artesanal, que era lo que su abuelo amaba hacer más que cualquier otro trabajo en el mundo.
Mientras Gafar esperaba al dueño de las bodegas, la estatuilla de turmalina vibraba dentro de su bolsillo. Al sacarla y admirarla se dio cuenta de que ardía de nuevo, pero ahora se sentía más pesada que antes. Con mucho nerviosismo avisó a Badra que iría a conseguir unos objetos para su abuelo, la mujer le dijo que no tardara demasiado pues Faisal tenía poco tiempo para hablar con él.
Gafar caminó como hipnotizado por la estatuilla, en el interior de su cabeza únicamente escuchaba un cántico, una melodía que seguramente ya estaba olvidada por el hombre. Sus pasos recorrían calles desiertas, casas y mercados repletos de turistas, pero nada podía distraerlo de esa voz que escuchaba a lo lejos.
Las calles se abrían ante él, dejando de lado las viviendas y acercándose a una zona repleta de vegetación. Palmeras se alzaban a la orilla del río, el viento movía sus hojas mientras el jovencito se acercaba a las rocas que rosaban las verdes aguas del Nilo.
Preocupado se sentó sobre una roca un poco aplanada, miraba a todos lados hasta que vio un pequeño charco que se acumulaba frente a su roca. Rápidamente sacó al pequeño cocodrilo de piedra y lo recostó dentro del cúmulo verde. Sus sentidos se adormecieron por unos instantes, sus manos temblaban y su cabeza dolía, por costumbre él la colocó sobre sus rodillas, mientras el agua verdosa del Nilo se mecía con fuerza.
Frente al templo de Luxor, el cocodrilo negro realizaba su acostumbrada rutina. Sacaba la cabeza y miraba aquellas columnas que aún se mantenían en pie, imágenes venían de nuevo a su mente hasta que una melodía conocida lo interrumpió. Pequeñas olas golpeaban sus escamas, el viento se arremolinaba sobre él y luego se alejaba.
Los pececillos temerosos saltaban a su alrededor, intentaban llamar su atención, pero él se encontraba fascinado por aquella voz que provenía del interior del río o, tal vez, de una de sus orillas. Instintivamente él se abalanzó sobre la voz, por primera vez su nado provocó gran turbulencia en las dulces aguas del Nilo.
Todos los peces se alejaban de tan impresionante depredador, las algas se hacían pequeñas para no ser dañadas por las zarpas del gran cocodrilo y las aves marinas volaban aterradas por el violento movimiento del río.
Gafar seguía con su cabeza entre sus brazos, el dolor disminuía, pero sus oídos se agudizaban, esto último al punto de escuchar la salpicadura producida por el cocodrilo. Del miedo giró su cabeza a ambos extremos del río, pero nada se veía. Nerviosamente volteó hacia la carretera sin encontrar pista de vida, se levantó y asomó con prontitud. Al regresar su mirada al río, sus ojos se desorbitaron, su voz se perdió y cayó de sentón sobre la tierra cercana.
Los amarillos ojos del cocodrilo se encontraron con lo marrones del joven. Ambos se miraron por un par de minutos, hasta que una gruesa voz terminó con el silencio.
—¿Quién eres tú?
La boca de Gafar se abrió, pero de ella no salió palabra alguna.
—¡Responde o te comeré! —dijo la gutural voz del reptil.
Los miembros de Gafar temblaban descontroladamente, nunca había visto un reptil de esas proporciones.
—Mi nombre es... Gafar, soy un badawi —Tragó saliva—. Vivo en el desierto.
—¿Desierto? —Pensativa se escuchó la voz—. Vienes de la tierra naranja, ¿no?
—Así es, ¿quién eres tú? — Su voz temblaba y el sudor pegaba su ropa sobre su morena piel.
—Soy el rey del río, me llaman— Realizó una larga pausa—. Bek, el cocodrilo negro.
Mientras el jovencito miraba los enormes ojos amarillos del reptil, un extraño recuerdo llegó a su mente en donde esos mismos ojos lo miraban amablemente, como si le sonrieran.
Editado: 30.12.2020