Lía
Estaba sentada en la orilla del balcón de la cueva, veía hacía el río de lava, desde esta parte podía ver otras secciones del infierno, donde las almas sufrían por toda la eternidad.
Esperaba el regreso de Diablo, había ido a resolver unos asuntos con los pajarracos y me había ordenado quedarme aquí, hasta que volviera.
Me encontraba muy aburrida viendo hacia una pared marrón llena de picos, de los cuales escurría sangre de algunos humanos inocentes que murieron injustamente y la sangre de los millones de abortos que hacen las mujeres en la Tierra, ese líquido se va hasta un río subterráneo donde los demonios bebemos de esa sangre, para aumentar nuestra fuerza vital.
Pensar en la sangre de esos sucios mortales, me dio sed.
Salté del balcón, cayendo de pie en el suelo pedregoso. Sintiendo el dolor hasta lo más profundo de mí ser y al mismo tiempo sentía una sensación de placer, que me hacía gemir.
—Una de la ventaja de ser demonio, es alimentarse del dolor. —Dije para mí —Vamos a echar un vistazo al reino de Diablo, verlo enojado, por no hacerle caso; es excitante, hace que todo se vuelva más intenso.
Los gritos de dolor resonaban más fuerte en este lugar, la parte de arriba estaba protegida para no molestar a los demonios de mayores rangos, ya que su genio era más volátil, que los de rangos menores.
Me interné en la sala central de tortura, donde las almas corruptas cumplen su condena por el resto de la eternidad. Sólo a algunos demonios se les permite hacer esté placentero trabajo, un espasmo recorrió todo mi cuerpo. Cuando los gritos aumentaron la intensidad.
Tenía más de medio siglo de no acercarme a esta zona del infierno. Caminé despacio por los estrechos pasillos iluminados por las antorchas, aún para nosotros, estaban demasiado oscuro.
Ya no recordaba el orden de las cosas en éste lugar.
Dentro del primer salón gigantesco, encontré a los idiotas que nos alababan con la música, una tortura indefinida los agobiaba. Un animal gris entraba por su oído izquierdo y al estar adentro, tomaba la forma de una rata con púas en vez de cabello y después salía por el derecho bañado de sangre y trozos de masa encefálica, machacando y destruyendo todo lo que estaba a su paso. El humano se retorcía mientras pasaba la criatura y para mejor experiencia, su tortura es eterna, se regenera de nuevo y el proceso volvía a ser el mismo hasta el fin del tiempo. Algunas veces las bestias entraban por otros orificios destruyendo todo a su paso hasta llegar al oído. Los gritos de los humanos sólo terminaban cuando la lengua era devorada por el demonio torturador, salpicando sangre por todos lados. Tuve suerte en esa ocasión el demonio le saca la lengua y con sus colmillos arranca la lengua, salpicando el piso de sangre espesa y maloliente.
En el infierno les proporcionamos un cuerpo a las almas corrompidas, para torturarlas de por vida, no importa cuántas veces tengamos que regenerarlo, lo hacemos por mero placer, por verlos sufrir. Sonreí burlonamente y con aire de satisfacción.
Seguí caminando y el siguiente salón que encontré, mientras eludía a algunos demonios soplones de Diablo, fue en la cámara de tortura de los que cometieron adulterio en vida. Los cuerpos de esos mal nacidos estaban encadenados uno tras otro en una fila sin final. Todos traían un cuchillo y sólo miraban en su vientre a la persona con la que habían engañado a su pareja, no importaba la edad o el sexo, sólo le gritaban “por tu culpa maldito, estoy aquí”, una y otra vez.
Quería reír a carcajadas ante aquel escenario, pero opté por seguir de incógnita, viendo en los salones la tortura eterna de las almas corrompidas.
En el tercer salón, encontré las almas de los humanos golosos, ahí había torres gigantescas de gusanos, escarabajos, sapos, moscas, arañas y demás alimañas asquerosas, para los humanos. Las almas malditas entraban cada una en un cuerpo, mientras que el ejército de los demonios menores se encargaban de que engulleron sus aperitivos que estaban en el pila, hasta que los cuerpos se inflan tanto, hasta que explotaban en cientos de pedazos. Después, todos los trozos se volvían a juntar, creando el cuerpo escuálido del principio. Y la historia se repetía de nuevo, hasta el final de la eternidad.
En el cuarto salón, estaban las mujeres que habían practicado aborto voluntario, de sus vientres chorearon grandes cantidades de sangre, sangre que pertenencia a sus pequeños no natos, que jamás vieron la luz del día, pero quizás si la luz asquerosa del bien. Como eran tantas las chicas que lo habían hecho, el río llevaba tanta corriente que se escuchaba en todo el reino infernal y servía para elevar la fuerza vital de todos nosotros. De los genitales de ellas salían enormes desechos sin norma y malolientes que les rasgaba una y otra vez haciéndolas gritar y hasta llorar sangre.
De repente, me dieron ganas de sumergirme en el cauce y beber de esa deliciosa sangre inocente.
Avancé hacia el río, primero me saqué las prendas, quedando totalmente desnuda, entré en el río poco a poco sintiendo como entraba la energía hasta lo más profundo de mi ser, bebí de la sangre disfrutando cada sorbo.
Después de tomar una larga ducha decidí salir de ahí, con un chasquido ya estaba seca, afuera y con la ropa puesta. La magia era común entre los míos, pero no solíamos usarla demasiado.