Tres meses

Cap. 1: Kill Ross

Joder, qué dolor de cabeza. 
Me estiré de forma perezosa y, tras unos segundos de hacer el vago, por 
fin abrí los ojos. Estaba en mi habitación, pero no recordaba haber llegado a 
ella ni haberme quitado la ropa… y mucho menos haberme traído a la chica 
que tenía al lado. 
Me incorporé lentamente, mirándola. Estaba tumbada de cualquier 
manera, también desnuda, y con la cara hundida en la almohada. Lo único 
que alcanzaba a ver era el pelo teñido de rojo y las pecas sobre los hombros. 
¿Quién coño era? 
Tan discretamente como pude, me incliné y aparté uno de los mechones 
con la precisión de un cirujano. 
De poco sirvió. De pronto, ella roncó con fuerza; yo, alarmado, le solté el 
mechón y traté de retroceder. 
¿Resultado? Caída de culo ridícula y ruidosa en el suelo de mi 
dormitorio. Y, por consiguiente, que la chica levantara la cabeza de golpe. 
Empezamos bien. 
—¿Q-qué…? —quiso preguntar, tan confusa como yo.

Y entonces la reconocí. Oh, mierda. Era Terry. 
La noche anterior habíamos tenido la reunión anual de antiguos 
compañeros de instituto, y Will me había convencido para que fuera. No sé 
cómo se sucedieron los hechos, pero debí de aburrirme de cojones, porque 
para terminar en una cama con Terry… Lo último que recordaba de ella en 
el instituto eran las carcajadas que soltó cuando, al darle mi primer beso — 
cursábamos tercero—, me metió la lengua tan hondo que me entraron 
arcadas. El resultado fue vomitarle en la alfombra de la habitación y, por 
descontado, varios años de burlas. 
¿Y ahora estaba con ella? ¿En serio? ¿Qué tenía en la cabeza cuando le 
dije que viniera? 
Por la cabeza, nada. Por el hígado, varias cosas. 
Bueno, por una noche de borrachera tampoco pasaba nada. 
Una noche, dice. 
Malhumorado, volví a centrarme en Terry. La situación era un poco 
incómoda: yo, desnudo y tirado en el suelo; ella, desnuda y con el pelo 
aplastado por mi almohada. Me miraba confusa, como si no me ubicara del 
todo. 
Lo que faltaba para humillarme del todo era que encima no me 
reconociera. 
—¿Qué…? —repitió, y entonces se le iluminó el cerebrito—. Ah, no 
jodas… ¿Te has acostado conmigo? 
—¿Y cómo sabes que no eres tú la que se ha acostado conmigo? — 
protesté. 
—Porque yo no lo haría ni loca. 
—¡Como si yo me muriera de ganas! 
Terry se puso en pie y pasó por mi lado sin vergüenza alguna. Su ropa 
estaba esparcida por toda la habitación, mientras que yo solo conservaba un 
calcetín y lo llevaba mal puesto. 
La viva imagen de una generación.

—Debió de ser un polvo lamentable —murmuró ella mientras—, porque 
ni lo noto. 
—Fíjate si fue malo que no me acuerdo de nada… 
Mientras se subía las bragas, Terry enarcó una ceja, con burla. 
—¿Cómo vas a acordarte de todos los polvos que echas, Ross? Si no 
sabes hacer otra cosa. 
—¡Sé hacer muchas cosas! 
—¡Solo sabes hacer eso! ¡Y encima lo haces mal! 
—¡Lo hago de muerte! 
—Sí, porque me quiero morir… No me puedo creer que me hayas metido 
esa cosa que ha estado dentro de medio campus. 
Me tapé el pajarillo con las manos. De pronto se sentía insultado. 
—No he estado con medio campus —recalqué—. De hecho, no he estado 
con nadie del campus. Tengo ciertas normas, ¿sabes? 
En realidad, solo tenía esa norma. Esa y la de llevar siempre condones 
encima. La primera, para no tener que cruzarme con nadie con quien 
hubiera follado —era incómodo de narices—, y la segunda, para prevenir 
posibles bebitos no deseados —que también eran incómodos de narices—. 
—¿«Normas»? —repitió Terry, subiéndose el vestido—. No recuerdo que 
las aplicaras en el instituto con Maya, con Lizzy, con Stan, con Nana, con 
Vincent, con Mir, con… 
—¡Vale, vale! —Yo también me puse en pie. A esas alturas, ya me sentía 
un poco ridículo ahí tirado en el suelo—. Ni que tú no te hubieras liado con 
nadie. 
—Yo tenía estándares. 
—Y yo también. Por eso te vomité encima en cuanto me besaste. 
Toma esa carta reversa. 
Ofendida, Terry ahogó un grito y agarró el bolso con todas sus fuerzas. 
—¡Que te follen! 
—¡Ya te encargaste anoche! ¡Jódete, que lo hemos hecho!

Roja de rabia, salió de mi habitación. Pero yo no estaba conforme con 
ello, así que fui tras ella. Si me decía algo, no permitiría que se marchara 
sin que yo tuviera la última palabra. Quería ganar la discusión. 
En el salón, mis compañeros de piso levantaron la cabeza para 
contemplar la escena. Sue estaba sentada en el sillón con su portátil 
mientras Will, sentado en uno de los sofás, miraba los apuntes. Hicieran lo 
que hiciesen, ninguno de los dos se molestó en disimular que estaban 
pendientes de cada palabra de la conversación. 
Terry, por cierto, ya había llegado a la puerta. La abrió con todas sus 
fuerzas y se volvió hacia mí. Seguía tan roja como su pelo. 
—¡No vuelvas a hablarme en tu vida! 
—¡Como si tuviera muchas ganas de hacerlo! —vociferé yo también—. 
¡Y ni se te ocurra cerrar de un portaz…! 
Tarde. Acababa de hacerlo. 
Me quedé mirando la entrada con irritación hasta que oí una risita mal 
disimulada. Sue sonreía a la pantalla de su portátil. 
—¿Algo que decir? —le pregunté, irritado. 
—Qué va. 
—Curiosa escena —comentó Will. 
—La misma que cada mañana —recalcó ella—. Solo que normalmente 
soy la única testigo. 
Sue cursaba el tercer año de Psicología, y pasaba muchísimo tiempo en el 
piso preparando el trabajo que tendría que entregar antes de las prácticas. 
Lo que más le gustaba era que, de ese modo, nunca se perdía lo que sucedía 
en casa. 
Todo lo que tenía de rara lo tenía de cotilla. 
Todavía recordaba la primera vez que la había visto. Llevaba puesta la 
misma sudadera gigante y negra que de costumbre, pero su pelo corto y 
oscuro estaba suelto, y no atado en una coletita. Me había parecido una 
chica rarísima, y por eso mismo la había aceptado. No había peligro de acostarme con ella —no me tocaría ni con un palo, seamos sinceros— y, 
además, aportaría algo distinto a la casa. 
Will, por otro lado, sí que pasaba poco tiempo por aquí. Obsesionado con 
estudiar y sacar buenas notas —cosas de gente lista que yo no entendía—, 
le gustaba pasar el día en la biblioteca con el resto de la gente responsable 
del campus. 
Yo ni siquiera sabía dónde estaba. 
A él no le hice entrevista. Nunca hizo falta. Nos conocíamos desde hacía 
tantos años que prácticamente éramos como hermanos. Habíamos 
acompañado los buenos y malos momentos de la vida del otro, y me 
gustaba pensar que así seguiría siendo por el resto de nuestras vidas. 
A veces me preguntaba por qué alguien tan genial como Will quería 
compartir el tiempo con alguien tan desastre como yo. Quizá era 
simplemente para tener una distracción de vez en cuando. 
También recordaba la primera vez que lo había visto; cabeza rapada, piel 
oscura, ojos grandes y serenos, cuerpo larguirucho… Lo primero que pensé 
fue que tenía que hacerme amigo suyo para que, en los partidos de 
baloncesto durante el recreo, se metiera en mi equipo. ¿Quién habría dicho 
que aquello se transformaría en una amistad para toda la vida? 
—Así que cada noche te traes a alguien —observó Will, sacándome de 
mis ensoñaciones. 
Puse los brazos en jarras. No dejaría que me avergonzaran. 
—Estoy soltero y tengo ganas de divertirme, ¿qué problema hay? 
—Mis horas de sueño son el problema —intervino Sue, indignada—. ¿Es 
que antes de salir enciendes el radar para encontrar a la gente más ruidosa 
del local? 
—No es que sean chillones, es que yo los hago chillar. Cuando quieras te 
lo enseño. 
Como respuesta, simuló una arcada. 
—No finjas que nunca lo has pensado —añadí.



#5101 en Novela romántica

En el texto hay: humor, amor, amistad

Editado: 31.12.2023

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