Joder, qué dolor de cabeza.
Me estiré de forma perezosa y, tras unos segundos de hacer el vago, por
fin abrí los ojos. Estaba en mi habitación, pero no recordaba haber llegado a
ella ni haberme quitado la ropa… y mucho menos haberme traído a la chica
que tenía al lado.
Me incorporé lentamente, mirándola. Estaba tumbada de cualquier
manera, también desnuda, y con la cara hundida en la almohada. Lo único
que alcanzaba a ver era el pelo teñido de rojo y las pecas sobre los hombros.
¿Quién coño era?
Tan discretamente como pude, me incliné y aparté uno de los mechones
con la precisión de un cirujano.
De poco sirvió. De pronto, ella roncó con fuerza; yo, alarmado, le solté el
mechón y traté de retroceder.
¿Resultado? Caída de culo ridícula y ruidosa en el suelo de mi
dormitorio. Y, por consiguiente, que la chica levantara la cabeza de golpe.
Empezamos bien.
—¿Q-qué…? —quiso preguntar, tan confusa como yo.
Y entonces la reconocí. Oh, mierda. Era Terry.
La noche anterior habíamos tenido la reunión anual de antiguos
compañeros de instituto, y Will me había convencido para que fuera. No sé
cómo se sucedieron los hechos, pero debí de aburrirme de cojones, porque
para terminar en una cama con Terry… Lo último que recordaba de ella en
el instituto eran las carcajadas que soltó cuando, al darle mi primer beso —
cursábamos tercero—, me metió la lengua tan hondo que me entraron
arcadas. El resultado fue vomitarle en la alfombra de la habitación y, por
descontado, varios años de burlas.
¿Y ahora estaba con ella? ¿En serio? ¿Qué tenía en la cabeza cuando le
dije que viniera?
Por la cabeza, nada. Por el hígado, varias cosas.
Bueno, por una noche de borrachera tampoco pasaba nada.
Una noche, dice.
Malhumorado, volví a centrarme en Terry. La situación era un poco
incómoda: yo, desnudo y tirado en el suelo; ella, desnuda y con el pelo
aplastado por mi almohada. Me miraba confusa, como si no me ubicara del
todo.
Lo que faltaba para humillarme del todo era que encima no me
reconociera.
—¿Qué…? —repitió, y entonces se le iluminó el cerebrito—. Ah, no
jodas… ¿Te has acostado conmigo?
—¿Y cómo sabes que no eres tú la que se ha acostado conmigo? —
protesté.
—Porque yo no lo haría ni loca.
—¡Como si yo me muriera de ganas!
Terry se puso en pie y pasó por mi lado sin vergüenza alguna. Su ropa
estaba esparcida por toda la habitación, mientras que yo solo conservaba un
calcetín y lo llevaba mal puesto.
La viva imagen de una generación.
—Debió de ser un polvo lamentable —murmuró ella mientras—, porque
ni lo noto.
—Fíjate si fue malo que no me acuerdo de nada…
Mientras se subía las bragas, Terry enarcó una ceja, con burla.
—¿Cómo vas a acordarte de todos los polvos que echas, Ross? Si no
sabes hacer otra cosa.
—¡Sé hacer muchas cosas!
—¡Solo sabes hacer eso! ¡Y encima lo haces mal!
—¡Lo hago de muerte!
—Sí, porque me quiero morir… No me puedo creer que me hayas metido
esa cosa que ha estado dentro de medio campus.
Me tapé el pajarillo con las manos. De pronto se sentía insultado.
—No he estado con medio campus —recalqué—. De hecho, no he estado
con nadie del campus. Tengo ciertas normas, ¿sabes?
En realidad, solo tenía esa norma. Esa y la de llevar siempre condones
encima. La primera, para no tener que cruzarme con nadie con quien
hubiera follado —era incómodo de narices—, y la segunda, para prevenir
posibles bebitos no deseados —que también eran incómodos de narices—.
—¿«Normas»? —repitió Terry, subiéndose el vestido—. No recuerdo que
las aplicaras en el instituto con Maya, con Lizzy, con Stan, con Nana, con
Vincent, con Mir, con…
—¡Vale, vale! —Yo también me puse en pie. A esas alturas, ya me sentía
un poco ridículo ahí tirado en el suelo—. Ni que tú no te hubieras liado con
nadie.
—Yo tenía estándares.
—Y yo también. Por eso te vomité encima en cuanto me besaste.
Toma esa carta reversa.
Ofendida, Terry ahogó un grito y agarró el bolso con todas sus fuerzas.
—¡Que te follen!
—¡Ya te encargaste anoche! ¡Jódete, que lo hemos hecho!
Roja de rabia, salió de mi habitación. Pero yo no estaba conforme con
ello, así que fui tras ella. Si me decía algo, no permitiría que se marchara
sin que yo tuviera la última palabra. Quería ganar la discusión.
En el salón, mis compañeros de piso levantaron la cabeza para
contemplar la escena. Sue estaba sentada en el sillón con su portátil
mientras Will, sentado en uno de los sofás, miraba los apuntes. Hicieran lo
que hiciesen, ninguno de los dos se molestó en disimular que estaban
pendientes de cada palabra de la conversación.
Terry, por cierto, ya había llegado a la puerta. La abrió con todas sus
fuerzas y se volvió hacia mí. Seguía tan roja como su pelo.
—¡No vuelvas a hablarme en tu vida!
—¡Como si tuviera muchas ganas de hacerlo! —vociferé yo también—.
¡Y ni se te ocurra cerrar de un portaz…!
Tarde. Acababa de hacerlo.
Me quedé mirando la entrada con irritación hasta que oí una risita mal
disimulada. Sue sonreía a la pantalla de su portátil.
—¿Algo que decir? —le pregunté, irritado.
—Qué va.
—Curiosa escena —comentó Will.
—La misma que cada mañana —recalcó ella—. Solo que normalmente
soy la única testigo.
Sue cursaba el tercer año de Psicología, y pasaba muchísimo tiempo en el
piso preparando el trabajo que tendría que entregar antes de las prácticas.
Lo que más le gustaba era que, de ese modo, nunca se perdía lo que sucedía
en casa.
Todo lo que tenía de rara lo tenía de cotilla.
Todavía recordaba la primera vez que la había visto. Llevaba puesta la
misma sudadera gigante y negra que de costumbre, pero su pelo corto y
oscuro estaba suelto, y no atado en una coletita. Me había parecido una
chica rarísima, y por eso mismo la había aceptado. No había peligro de acostarme con ella —no me tocaría ni con un palo, seamos sinceros— y,
además, aportaría algo distinto a la casa.
Will, por otro lado, sí que pasaba poco tiempo por aquí. Obsesionado con
estudiar y sacar buenas notas —cosas de gente lista que yo no entendía—,
le gustaba pasar el día en la biblioteca con el resto de la gente responsable
del campus.
Yo ni siquiera sabía dónde estaba.
A él no le hice entrevista. Nunca hizo falta. Nos conocíamos desde hacía
tantos años que prácticamente éramos como hermanos. Habíamos
acompañado los buenos y malos momentos de la vida del otro, y me
gustaba pensar que así seguiría siendo por el resto de nuestras vidas.
A veces me preguntaba por qué alguien tan genial como Will quería
compartir el tiempo con alguien tan desastre como yo. Quizá era
simplemente para tener una distracción de vez en cuando.
También recordaba la primera vez que lo había visto; cabeza rapada, piel
oscura, ojos grandes y serenos, cuerpo larguirucho… Lo primero que pensé
fue que tenía que hacerme amigo suyo para que, en los partidos de
baloncesto durante el recreo, se metiera en mi equipo. ¿Quién habría dicho
que aquello se transformaría en una amistad para toda la vida?
—Así que cada noche te traes a alguien —observó Will, sacándome de
mis ensoñaciones.
Puse los brazos en jarras. No dejaría que me avergonzaran.
—Estoy soltero y tengo ganas de divertirme, ¿qué problema hay?
—Mis horas de sueño son el problema —intervino Sue, indignada—. ¿Es
que antes de salir enciendes el radar para encontrar a la gente más ruidosa
del local?
—No es que sean chillones, es que yo los hago chillar. Cuando quieras te
lo enseño.
Como respuesta, simuló una arcada.
—No finjas que nunca lo has pensado —añadí.