Bueno, habían pasado varias semanas y tenía muchas noticias:
Las buenas eran que Jen había vuelto al piso.
Las malas, que su exnovio le había hecho daño.
Las tranquilizadoras, que, tras dos semanas de procesos judiciales,
abogados y otros dolores de cabeza, había conseguido una orden de
alejamiento.
Las geniales, que parecía mucho más feliz y tranquila desde entonces.
Las mejores, que ahora Jen era mi novia.
Y las regulares eran que habíamos pasado el fin de semana en la casa del
lago, se había hecho un tatuaje igual que el mío y… yo había acabado
discutiendo a gritos con mi padre, como de costumbre.
—¿En qué piensas tanto? Te saldrá humo de las orejas en cualquier
momento.
Sonreí y miré a Will. Apoyados en mi coche, esperábamos a que Jen
saliera de un examen. Mi amigo me observaba con curiosidad mientras
fumaba.
—En nada —mentí.
—Venga ya.
—Pienso en la vida. En el universo. En la inhóspita y efímera existencia
del ser humano.
—En cuanto asumo que ya conozco tu faceta más lamentable, me
sorprendes con otra de estas bromas.
Sonreí con ironía.
—¿Y eso me lo dice el que no bromea ni cuando le va la vida en ello?
—Mejor no bromear a que sean así.
—Vaaale, Sherlock. Estaba pensando en Jen.
—Qué sorpresa.
—¿Qué culpa tengo yo de tener sentimientos? No los elegí.
Will sonrió —mis chistes no eran tan malos, ¿eh?—, y dio otra calada al
cigarrillo.
—No está mal verte tan comprometido, por una vez en tu vida.
—¿Una vez? —me indigné—. ¡Si he tenido dos novias! Tres, si
contamos a Jen.
—Sí, pero no era lo mismo.
—¿Por qué no?
—Porque con las otras dos mostrabas la misma emoción que cuando
Naya elige la película que vamos a ver todos. Con Jenna al menos se te ve
entusiasmado.
Me encogí de hombros, divertido.
—¿Qué puedo decir? Soy un hombre nuevo.
—Ya podrías tener un nuevo sentido del humor, también.
Lo empujé del hombro y, cuando él me devolvía el empujón, oímos la
puerta de la entrada. Un grupo de estudiantes, todos abrigados, equipados y
con bolsos y mochilas, bajaban los escalones. Algunos se reunían para
discutir sus respuestas, otros iban directos al coche. Will me dio un codazo,
y me centré de nuevo en las escaleras. Jen las descendía, cabizbaja y con
una agria expresión.
Oh, oh.
En cuanto llegó al último escalón, me acerqué rápidamente y la rodeé con
los brazos.
—¿Quieres que vayamos a amenazar al profesor? —le ofrecí, medio en
broma.
—No hace falta… —De pronto, sonrió ampliamente—. Me ha ido genial.
—¿Eh?
—Era broma. Pero has pasado la prueba del consolador.
Me quedé mirándola unos instantes, perplejo, y luego me volví hacia
Will. En cuanto hicimos contacto visual, ambos empezamos a reírnos a
carcajadas.
—¿Qué? —Jen nos contemplaba sin entender nada—. ¿Qué os hace tanta
gracia?
—¿Consolador? —repitió mi amigo, aún entre risas.
—Oh, por favor, ¿cuántos años tenéis?
Me daba igual que se enfadara, ¡había sido graciosísimo! Y, sí, era mi
tipo de humor. Y también el de Will, porque en el coche continuamos
riéndonos a carcajadas.
—Mira ahí —señaló Will—, un local de masajes.
—Seguro que consuelan muy bien —comenté.
Y, por supuesto, ambos nos echamos a reír otra vez. Jen puso los ojos en
blanco y se centró en la carretera. No obstante, tras tres o cuatro bromas
más, empezó a estresarse.
—¡Madurad de una vez! —protestó.
—Vamos, Jenna —intervino Will desde el asiento de atrás—, ha sido
gracioso.
—No tanto como para que os sigáis riendo…
—Por algo somos mejores amigos —comenté—. Tenemos el mismo
nivel mental, y nos consolamos mutuamente.
Miré a Will por el retrovisor y él estalló en carcajadas. No pude evitarlo y
me le uní. Harta de nosotros, Jen se subió el jersey para cubrirse la cara.
Cuando llegamos al edificio, yo todavía sonreía y Will fingía que se
secaba las lágrimas. Antes de que pudiera bajar el coche al garaje, Jen me
puso una mano en el brazo.
—Espera. Voy a comprar cervezas para celebrarlo.
—¿Voy contigo? —se ofreció Will.
Ella le dedicó una mirada de rencor.
—Estaré en el supermercado de aquí abajo. Id a aparcar primero.
Jen se bajó sin darme ningún beso, por lo que Will soltó una risita
malvada.
—Alguien se ha enfadado —comentó.
—Si le pongo una película que le guste, seguro que me perdona.
Él hizo un sonido de burla, y bajé el coche al garaje. Tras aparcarlo junto
al suyo, nos dirigimos al ascensor.
—Y tú no puedes hablar mucho —comenté—. Te recuerdo que cada vez
que Naya se cabrea contigo, se tiene que enterar todo el mundo.
—Eso no es verdad —protestó.
—¡Venga ya! Le encanta contarlo para que le digan «pobrecita, si es que
él es muy malo y tú muy buena».
Poco ofendido, Will sonrió y se encogió de hombros.
—Cada uno es como es. Ella tiene sus cosas y yo las mías.
—¿Y hay algo bueno? —musité.
—Pues sí, muchas cosas. Ella es muy detallista, por ejemplo. Le encanta
sorprenderme continuamente, y si le doy un regalo, aunque se trate de una
nota escrita a lo rápido, lo guardará hasta que se muera. Es su modo de
mostrar cariño. Yo soy mucho más frío, y eso tampoco resulta fácil en una
relación.
—Ya, pero… —Reflexioné un momento sobre lo que le iba a preguntar,
pues no deseaba incomodarlo—. ¿Puedo preguntarte… por qué te gusta?
Will me miró, divertido.
—¿Qué?
—Es decir, es buena chica y, aunque a veces me pone de los nervios, me
cae genial. Pero de ahí a pasarme más de media vida en una relación con
ella…
—Estoy enamorado de ella, ¿qué quieres que te diga?
—Ya, ya. Lo que me pregunto es… ¿por qué? Sin ofender, pero no os
parecéis en nada.
Will apartó la mirada y se quedó pensativo mientras las puertas del
ascensor se abrían de nuevo.
—No somos tan dispares como parece. Tenemos gustos muy semejantes.
Lo único que nos diferencia es nuestra personalidad, pero eso no tiene por
qué ser malo.
—Puede serlo.
—No si la personalidad del otro hace que te guste más la tuya.
Por supuesto, simulé que iba a vomitar.
—Vale, déjalo.
—¡Oye, que me lo has preguntado tú!
—¡No me esperaba una respuesta tan cursi! Lo retiro todo. Mejor que
dejemos el tema.
Me pareció que iba a bromear otra vez, pero se detuvo en seco. Miraba la
entrada de la calle. Solo por su expresión, supe que algo iba mal, y lo
comprobé nada más volverme.
Jen no había llegado al supermercado, se encontraba justo al otro lado de
la puerta de cristal del edificio, y un tipo corpulento y rubio la tenía
agarrada del brazo. Me quedé momentáneamente paralizado, como si mi
cerebro no asumiera la situación. El grandullón intentaba arrastrarla hacia
su coche, y ella procuraba soltarse desesperadamente. Estaba asustada.
Will me dijo algo, pero ya me zumbaban los oídos. Jen se encogió un
poco cuando el chico se inclinó sobre ella, y un escalofrío muy
desagradable me recorrió la espalda.
—¡Ross! —Will me sacudió del hombro para que reaccionara—. ¡Muévete de una vez!
No me había dado cuenta de que le bloqueaba el paso, mi cerebro estaba
entumecido; de pronto tuve la sensación de que estaba oliendo la colonia de
mi padre.
Me moví de forma automática, pues no fui consciente de lo que hacía
hasta que sentí el peso de la puerta. Acto seguido y sin pensarlo, clavé la
mano en el cuello del grandullón. Debido al impacto que se produjo al
estamparlo contra el coche, me tembló un poco el brazo.
—¿Qué…? —farfulló, perdido, pero yo apenas podía verlo; estaba
totalmente nublado.
—Llévatela de aquí y llamad a la policía —le pedí a mi mejor amigo con
urgencia. Al notar que no se movía, apreté el agarre—. Will…
Me pareció oír las protestas de Jen, pero sonaban a lo lejos. Se la había
llevado. Bien. Parpadeé, me enfoqué en el chico que tenía agarrado contra
un coche, y de pronto recordé su cara. Lo había visto en el álbum de Jen.
—¿Qué coño te crees que haces? —espetó su exnovio, intentando
apartarme—. ¡Suéltame de una vez!
No reaccioné; seguía mirándolo fijamente. No era la primera pelea en la
que me metía, ni de lejos, y conocía a la gente como él. Por mucho músculo
que tuviera, solo sabía usarlo para golpear a alguien que no supiera
defenderse.
El grandullón me apartó y yo me dejé. Retrocedí un paso y, con el pie
bien plantado en el suelo y detrás de mí, le di un empujón por los hombros.
Él, que no se lo esperaba, chocó contra la puerta del vehículo y le fallaron
las piernas. El impacto de su cuerpo había abollado la carrocería.
Una vez que estuvo en el suelo y lamentándose, su cabeza chocó contra
una rueda. El quejido me hizo sonreír con diversión.
Madre mía, se estaba dando una paliza a sí mismo, y ni siquiera
necesitaba mi ayuda. A ese nivel habíamos llegado.
Me adelanté un paso y…