Tal como pasaba siempre tras una noche divertida, la mañana siguiente no
lo fue tanto.
Acudí al set con gafas de sol, y no me sorprendió que Vivian también las
llevara. En cambio, sí que me pilló desprevenido que pasara totalmente de
mí. Se pegó a Briant como una lapa y se mantuvo tan alejada de mí como le
fue posible. Grabábamos escenas de promoción y, pese a que en la mayoría
aparecían por separado, en cuanto terminaban volvía a buscarlo para
enganchársele. Claramente, se sentía culpable. Y Briant, pese a desconocer
el motivo, lo aceptaba gustosamente.
Yo, por mi parte, los contemplé sin verlos de verdad. En mi cabeza ya
solo cabía una cosa. Una sola: la bolsa que había dejado a medias en mi
habitación.
¿Y si repetía esa noche? No tenía por qué enterarse nadie. Además, me
ayudaría a concentrarme. No había nada de malo en ello, ¿verdad?
La bolsita apenas me duró un día más. Para el siguiente, tuve que ir a por
uno de los cámaras, que me consiguió más a cambio de un dinerillo extra.
También se lo pedí a uno de sonido. Y así sucesivamente. Pronto empezó a
correrse la voz, y llegó un punto en el que ya no se sorprendían por la petición.
Y de ese modo pasaron los días… y fui vaciando muchas más bolsitas.
Tantas que, sin darme cuenta, mi necesidad crecía día a día sin cesar. Y su
ausencia, de pronto, se notaba.
Si alguien le preguntara a mi yo de aquel entonces, diría que sabía
disimular, que nadie se había enterado de nada…, pero, vaya si lo sabían.
Cuanto más tiempo pasaba sin consumir, peor me ponía y, sobre todo, peor
trataba a los demás. Mi ansiedad crecía y, con ella, también los insultos y
maldiciones que soltaba.
Mis mañanas eran horribles. Despertaba de mal humor y, por mucho que
consumiera, no lograba que desapareciera. Por si eso no fuera suficiente,
también me concentraba en exceso; me obsesionaba con el guion y, a
diferencia de las escenas grabadas hasta entonces, no soportaba que los
actores improvisaran. Tampoco soportaba ver un ínfimo fallo en las
imágenes finales, me frustraba tanto que, sin darme cuenta, gritaba y
maldecía a todo el mundo. Cada vez eran menos los que querían trabajar en
mis turnos, y en cuanto empezaba a frustrarme, se apresuraban a marcharse
para no vérselas conmigo. Aun así, siempre pillaba a alguno y le echaba la
bronca del siglo. Y ellos lo aguantaban, claro. Alguno estuvo a punto de
llorar, pero nunca decían nada. En el fondo, sabían que se lo merecían.
O quizá no les queda más remedio que aguantarlo porque eres su jefe, ¿no?
Joey, mi agente, intentó hablar conmigo en varias ocasiones. Pero en
cuanto oía de qué iba el tema, me bloqueaba y la echaba del camerino.
Supuse que Vivian había hablado con ella, porque no dejaban de mirarme
como si supieran exactamente lo que ocurría. La mirada de Briant también
era persistente, pero se debía a sus sospechas; fuera como fuese, nunca me
comentó nada sobre el robo de la bolsita. Tal como yo había dicho, era un
acomplejado de mierda.
Pese a que estábamos a punto de terminar con las escenas de promoción, la producción de la película todavía avanzaba. Era la parte que menos me
gustaba, y nunca me molesté en disimularlo. La gente importante, la que
realmente tenía un peso en la producción, había vuelto a Francia. Ahí solo
quedábamos yo, los actores y los inútiles de turno. En mi cabeza, todos los
presentes en esa sala eran personas que me obligaban a levantarme más
temprano de lo habitual, a trabajar en algo que odiaba y, sobre todo, que no
dejaban de equivocarse. Si una escena no se reflejaba tal como yo había
ideado, perdía el control y les gritaba a todos. Un día, una chica incluso
salió corriendo tras cagarla con la iluminación de una escena.
Pero ¿qué culpa tenía de que fueran una panda de inútiles? Yo había
cumplido con mi trabajo tal como se esperaba, y solo pedía que ellos
hicieran lo mismo. Si no les gustaba, que se fueran a su puta casa, ya
encontraríamos a alguien mejor que ellos. O, al menos, eso les decía cada
vez que protestaban. Y todos se callaban, claro. Vaya panda de cobardes de
mierda.
Al empezar la producción final de las escenas de la residencia, mi mal
humor solo empeoró. Un día perdí el control y le grité tanto a una chica de
producción que se marchó del set llorando. No sé por qué lo hice, no tenía
sentido, pero no me arrepentí en absoluto. Incluso llegué a pensar que era
una idiota por derrumbarse con tanta facilidad.
Salí del set para encenderme un cigarrillo, y Vivian se apresuró a
seguirme.
—¡Ross! —gritó, furiosa—. ¡No puedes tratar así a la gente!
—Trato a la gente como quiero —murmuré, con el cigarrillo en la boca
—. Por algo soy vuestro jefe.
—¿Y qué? ¿A ti no te gustaría que te trataran bien?
—A mí me gustaría que me corrigieran cuando lo necesito. Si no sabes
aceptar una crítica, enciérrate en tu puta casa.
—¡Hay muchas maneras de decir las cosas! —insistió.
—¿Quieres que vaya a decirle a tu novio lo mucho que te gustó que te follara?, ¿se lo digo en un tono suave, a ver si así se lo toma mejor?
Pasmada, retrocedió. Nunca le había hablado así. De hecho, no le había
hablado así a nadie en mucho mucho tiempo.
Pero esa vez tampoco me arrepentí. De hecho, hubo algo satisfactorio en
la forma en que se calló, como si yo hubiera ganado la batalla. Incluso
esbocé una media sonrisa engreída.
Vivian continuó mirándome como si no me conociera, y yo decidí que no
la aguantaría más tiempo. Me quité la identificación, se la lancé a los pies y
me fui del set sin terminar la escena.
Joey se pasó la noche llamándome para que volviera, pero yo había
cogido el coche para volver a casa. No al hotel, sino al piso. A mi verdadera
casa. Tuve la suerte de encontrar un bar a medio camino; me detuve ahí y
dejé el móvil en el coche para que no me mareara más. Antes de salir, saqué
la última bolsita que me quedaba y me hice una raya sobre el dorso de la
mano.
Después de eso, no recuerdo nada.
Excepto, claro, los gritos a la mañana siguiente.
—¡Ross! ¡Levántate de una vez!
Abrí los ojos y me incorporé con torpeza. Me dolía todo, desde la cabeza
hasta los pies. Desorientado, miré alrededor y fui incapaz de adivinar dónde
estaba antes de que siguieran riñéndome:
—¿Se puede saber qué coño te pasa?
Espera, ¿ese era Will? Sí, era Will, y decía palabrotas. Parpadeé
sorprendido y por fin conseguí enfocarlo. Estaba de pie junto a mí, con los
puños apretados y una expresión furiosa.
En algún momento de la noche anterior había conseguido llegar al piso y
me había quedado dormido sobre la alfombra del salón.
El problema era que me había dejado la puerta principal y la nevera
abiertas, y había derramado una lata de cerveza por todas partes, incluso
encima de mí. Apestaba a alcohol y tenía la ropa pegajosa.